Mensajes de Nuestro Señor
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
LVII
RESPETO A LOS SACERDOTES
“Hasta para el respeto que deben
tener los fieles al sacerdote es
conveniente su transformación en Mí. El sacerdote por su dignidad se eleva
sobre el común de las demás gentes, y es una insensatez, una desgracia
lamentable y hasta puede ser pecaminosa, que arrastre esa dignidad por los
suelos y que se aseglare. Aunque joven, debe portarse el sacerdote como quien
es, y no ha de rebajar su vocación ni degenerar la dignidad que el Espíritu
Santo le confirió.
Nunca orgulloso, pero si digno,
puesto que me representa; siempre afable y humilde, pero conservando una
prudente distancia, sobre todo con personas de otros sexo. Nada de
familiaridades que repugnan a su condición de sacerdote.
Puro, recto, inflexible en lo que
no debe ser; y suave y armonizador y conciliador en los casos en que mi
doctrina y mi moral no sufran menoscabo. El tino que el sacerdote debe tener en
el trato y en los negocios debe pedírselo al Espíritu Santo. Él es el gran
Regulador y amable Conciliador que une y santifica.
El sacerdote debe esparcir a su
alrededor la unción de que debe estar lleno, y entonces la malicia de los
mundanos y las ocasiones peligrosas se estrellarán, y los nubarrones y
tentaciones de Satanás se desharán al tocarlo. Un sacerdote transformado en Mí
será impenetrable a los dardos del enemigo; lo acometerá de mil modos, lo
tentará en mil formas, pero como Yo, vencerá las tentaciones y el demonio
quedará corrido y avergonzado.
Bastaría la virtud y la unción
del Espíritu Santo que el sacerdote recibe en su ordenación para ser invulnerable;
porque esa unción especial lo blinda como con una coraza para que el mal no lo
penetre. Pero el mundo y la carne, esos enemigos consentidos por Él, rompen ese
impermeable divino, y por ahí se cuela Satanás –que siempre acecha al
sacerdote- y lo penetra, y lo avasalla, y lo hace suyo, y aleja a su
antagonista que es el Espíritu Santo. Los más opuestos polos, los más grandes
enemigos son el Espíritu Santo y el Espíritu diabólico que luchan
constantemente en las almas, especialmente en la de los sacerdotes. El bien y
el mal continuamente luchan en el corazón del sacerdote, pero este tiene
mayores medios, más poderosas armas para triunfar.
Por eso en sus caídas los
sacerdotes son más culpables, porque si bien son hombres, también han recibido
insignes gracias y están en contacto continuo con la Trinidad. Y ¡qué triste es
que por los escándalos culpables los sacerdotes desciendan, a las miradas de
los fieles, del pedestal en donde la Iglesia los tiene! Deben reflexionar que,
si ellos no son lo que deben ser, los fieles juzgan no a los individuos
solamente, sino a mi Iglesia, digna de todo respeto y honor.
Pero todo eso se acabaría, si los
sacerdotes se transformarán en Mí; entonces se tendría a mi Iglesia en la
altura en que debe estar y su atracción sería más poderosa y la acción del
sacerdote en la sociedad y en las almas mucho más fecunda, y brillaría el sol
de mi Iglesia sin manchas ni desperfectos, y honraría siempre a la Trinidad.
En este punto del respeto a mis
sacerdotes no se piensa mucho, y se desprecia a mi Iglesia y hasta se burlan de
Ella los malos, por la culpa de los sacerdotes que con su conducta ligera e
indigna le denigran los primeros.
También se predica poco la
dignidad y origen divino de mi Iglesia, y muchos ignoran lo que vale, lo que es
y los tesoros inmortales que contiene. ¡Cuántos la ven como una sociedad
cualesquiera sin escuchar sus enseñanzas ni apreciar los misterios y
sublimidades de que está llena!
Es mi voluntad que se prediquen
sus excelsitudes y que se den a conocer más y más sus grandezas.
Pero que los sacerdotes
correspondan con su conducta exterior al rango sagrado a que pertenecen. Si Yo
soy digno de honor y de respeto, mis sacerdotes lo son también, porque me
representan y deben honrar a la Iglesia por su santidad y transformación en Mí.
Encargo mucho a quien corresponda este punto muy poco estimado por los fieles,
si, pero con mucha culpa de mis sacerdotes, el de la falta de respeto a ellos,
y en ellos a mi Iglesia y a Mí.
Deben darle lustre al nombre que
llevan, a la más que nobleza que representarme a Mí en la tierra. Y si lastima
hondamente a mi Corazón cualquier desprecio o injuria a mis sacerdotes –más que
si fuera a Mi mismo-, mucho más me duele que den ocasión a mis sacerdotes a
murmuraciones y a juicios merecidos por su innoble conducta y por su más que
roce con los mundanos, impropio de su dignidad.
Este defecto que parece de poca
monta no lo es, por razón de que baja el nivel moral, espiritual y respetuoso
en los fieles, y aumenta la indiferencia, cuando menos, a los sacerdotes que a
mi Iglesia representan.
Lejos de Mí –toda caridad- el que
sean altaneros y soberbios mis sacerdotes; pero tampoco quiero que denigren su
dignidad, que la rebajen de mil maneras que ellos saben y que repugnan con el
origen divino y santo de su vocación. Un exterior de paz, de dulzura, de
caridad que deben presentar mis sacerdotes, a la vez que deben guardar cierta
distancia, sobre todo, repito, con personas de otro sexo. Nada de
familiaridades que desvirtúen el carácter serio del sacerdote; nada de
nivelarse con la vulgaridad de las personas mundanas; sino que, conservada la
distancia que debe mediar, sean, a la vez que amables, discretos; a la vez que
atractivos por virtud, serios; a la vez que bondadosos, dignos; sin faltar a la
pulcritud cristiana, caridad y cordialidad.
Que en sus conversaciones siempre
mezclen a Dios; que en sus juicios y apreciaciones se trasluzca la caridad de
Cristo; que la igualdad de carácter distinga, sin preferencias por los ricos;
que sacrificios y abnegaciones sean de igual interés para todos.
Que vean almas y no
nacionalidades ni categorías; que tengan un solo corazón, el mío, para enjugar todas las lágrimas, consolar
todas las penas, y sobre todo que sean otros Yo; y con esto sólo todo lo
tendrán para su santificación propia y para llenar su misión divina en las
almas que les he confiado; y que unidos e identificados Conmigo, ellos y las
almas, alcancen el fin e ideal de mi Padre amado; la perfecta unión por medio
del Espíritu Santo en la unidad de la Trinidad”.
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