Christus heri et hodie, principium et finis, alpha et omega... «Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Misal romano, preparación del cirio pascual).
El Verbo eterno, al hacerse hombre, entró en el mundo y lo acogió para redimirlo. Por tanto, el mundo no sólo está marcado por la terrible herencia del pecado; es, ante todo, un mundo salvado por Cristo, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Jesús es el Redentor del mundo, el Señor de la historia. Eius sunt tempora et saecula: suyos son los años y los siglos. Por eso creemos que, al entrar en el tercer milenio junto con Cristo, cooperaremos en la transformación del mundo redimido por él. Mundus creatus, mundus redemptus.
Desgraciadamente, la humanidad cede a la influencia del mal de muchos modos. Sin embargo, impulsada por la gracia, se levanta continuamente, y camina hacia el bien guiada por la fuerza de la redención. Camina hacia Cristo, según el proyecto de Dios Padre.
«Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. Suyo es el tiempo y la eternidad»
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo
Rey de amor
El último domingo del año litúrgico es la fiesta solemne de Jesucristo, Rey del universo. Celebramos de esta manera como el colofón de la historia humana, que en Cristo tiene su punto omega. Verdaderamente, Cristo es el centro del cosmos y de la Historia. La Historia se cuenta antes de Cristo y después de Cristo, porque el acontecimiento de la Encarnación redentora ha marcado un antes y un después de este acontecimiento. Y Jesucristo es el final de la historia humana, porque en Él quedará recapitulado todo, y hacia Él confluirán todos los caminos de la Historia.
Jesucristo vivió con esta conciencia. Así leemos en el evangelio de San Juan: «¿Eres tú el rey de los judíos? -Tú lo has dicho, yo soy rey». Jesús tiene conciencia de ser rey, aunque no es un rey como los reyes de este mundo. Mi reino no es de este mundo. Él ha venido para ser testigo de la verdad, para enseñarnos el camino del amor verdadero, para conquistar nuestros corazones con la fuerza de su amor, que no supone violencia ni imposición, sino que convence a fuerza de amor.
«En el atardecer de la vida te examinarán del amor», nos recuerda san Juan de la Cruz, aludiendo al pasaje del Evangelio de este domingo. Seremos examinados de amor por el Rey del amor. Tuve hambre y me disteis de comer… ¿Cuándo? ¿Cómo? -Cada vez que lo hicisteis con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.El resumen de toda la vida cristiana es el amor. En este caso, el amor a nuestros hermanos necesitados, con los que Cristo se ha identificado. Por el misterio de la Encarnación, Jesucristo se ha unido de alguna manera con cada hombre. La Encarnación no termina en su humanidad santísima, sino que ha querido prolongarse en cada hombre que viene a este mundo, incorporándolo a ese gran cuerpo, que es su Iglesia.
Cristo se disfraza en el hermano hambriento, sediento, desnudo, para provocar nuestra misericordia hacia Él, en sus hermanos más pobres, de manera que también nosotros alcancemos misericordia. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. De esta manera, el amor cristiano encuentra su camino de ida y vuelta en Jesucristo. Primero, porque Él nos ha amado hasta el extremo, pero, además, porque Él ha colocado en nuestros corazones su amor, y nos lo reclama provocándonos desde el hermano necesitado. Él es verdadero Rey de amor, que al final de la Historia nos concederá la herencia del Reino, preparado por su Padre desde la creación del mundo para todos los elegidos. + Demetrio Fernández
obispo de Tarazona – España 2008.XI.23
Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo
Realeza y realismo - Desde los supuestos humanos, Cristo no podía ser aclamado como rey. Le faltaba cuna, méritos políticos, heroísmos sociales, aclamación popular. Y de Jesucristo ni siquiera se aceptaba su sabiduría y liderazgo social, porque era conocido como el hijo de José y María, y vecino de Nazaret. Por eso el Señor se apresura a clarificar que su reino no es de este mundo. Con ello afirma su realeza y rechaza sospechadas pretensiones de gobierno político y de prevalencia o prestigio social. La realeza de Cristo se engarza esencialmente con su identidad divina y, por tanto, con los valores no aparentes sino reales, originarios y permanentes, radicales y definitivos. Así lo proclama el Señor: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad».
La realeza de Cristo nace de la Verdad infinita, goza de la capitalidad universal y está en el origen y en el fin de toda realidad. Cristo es la Verdad porque es Dios. La realidad, todo cuanto es, tiene su origen en Dios. Nada ni nadie tiene en sí mismo fuerza para ser ni para permanecer en la existencia recibida. La Verdad, origen de todo y referencia para todo y para todos, es la que da consistencia a toda sabiduría y verifica el bien en todas sus dimensiones. Dios es quien existe por sí mismo y da la existencia a todo, lo sostiene todo y lo ordena todo hacia la perfección en la plenitud del equilibrio definitivo. Es Dios quien lo rige todo con el mayor de los aciertos y con la más difícil de las estrategias. Dios reina con el amor que se vuelca incondicional y universalmente y, desde el amor infinito, ejerce el máximo respeto que, en el caso del ser humano, se plasma en el don de la libertad. Este don precioso, identifica y dignifica al hombre y le compromete en la corresponsabilidad sobre sí mismo en unión con Dios, creador y salvador suyo.
Las reflexiones precedentes nos llevan a concluir que la realeza de Dios, que está en el origen de todo y de todos, no se impone irremisiblemente a nadie. Se anuncia, se manifiesta, y nos invita a aceptarle. Cristo es la Palabra viva del Padre que nos da a conocer a Dios. Por eso dice: «Quien me ve a mí, ve al Padre». Ésta es la razón por la que el Señor, junto a la clarificación de la esencia de su realeza, clarifica también la identidad de quienes integran su pueblo: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
El texto evangélico nos enfrenta con la identidad esencial de Cristo y con la identidad vocacional nuestra. Aceptar la realeza de Jesús nos lleva al realismo más integral y fructífero. Ése es el camino. No olvidemos que Cristo dijo de sí mismo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».
Santiago García Aracil - obispo de Jaén - 2003 nov.
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