SUEÑO 30.—AÑO DE 1861.
(M. B. Tomo VI, págs. 897-916)
... Continuación
Les aseguro, queridos jóvenes, que derramé abundantes lágrimas al contemplar aquel espectáculo.
Habría deseado precipitarme a salvar a aquéllos infelices, pero apenas me separaba de la lente, nada veía. Quise entonces tomar nota de los nombres de los tres desgraciados, pero el amigo me replicó:
—Es inútil, pues están ya escritos en este libro que tengo en la mano. Entonces, con el corazón lleno de una emoción indecible y con lágrimas en los ojos, me volví al compañero y le dije. —Pero ¿es posible que se encuentren en semejante estado estos tres pobres jóvenes a los cuales he dado tantos consejos y a los que tantos cuidados he dedicado en la confesión y fuera de ella?
Y seguidamente le pregunté qué es lo que deberían hacer para arrojar de encima a tan horribles monstruos. Entonces, mi compañero, comenzó a decir muy de prisa y entre dientes estas palabras: Labor, sudor, fervor.
—Es inútil; si hablas así no te entenderé nada. ¡Vaya! Estás acostumbrado al empeño de las gramáticas y al uso de las construcciones en las clases ¿y no comprendes? Presta atención: Labor, punto y coma; sudor, punto y coma; fervor, punto. ¿Has entendido? —He comprendido el sentido material de las palabras, pero es necesario que tú me digas el significado.
Y el guía continuó: Labor in assiduis opéribus; sudor in poenitentiis continuis; fervor in oratiónibus fervéntibus et perseverántibus. Pero, por estos es inútil que te sacrifiques; no conseguirás ganártelos, pues no quieren sacudir el yugo de Satanás, del cual son esclavos.
Entretanto, yo seguía mirando por la lente y me atormentaba pensando: —Pero ¿todos estos se han de perder irremisiblemente? ¿Es posible? ¿Aun después de haber hecho los ejercicios espirituales? ¿También aquéllos? ¿Y aquellos otros? ¿Después de haber hecho tanto por ellos... después de haber trabajado tanto..., después de tantos sermones... después de tantos consejos como les he dado... ¡y de tantas promesas!..., después de haberles avisado tantas veces? ¡Jamás me habría esperado semejante desengaño! Y no encontraba punto de reposo.
Entonces mi intérprete comenzó a reprenderme: — ¡Oh, el soberbio! ¿Y quién eres tú para pretender convertir a las almas con tu trabajo? ¿Porque amas a los jóvenes pretendes que correspondan a tus desvelos?
¿Acaso crees que amas más a las almas que Nuestro Divino Salvador y que has sufrido y padecido por ellas más que El? ¿Piensas que tu palabra es más eficaz que la de Jesucristo? ¿Acaso predicas tú mejor que El? ¿Te imaginas que has tenido mayor caridad y que tu solicitud ha sido más grande para con tus jóvenes que la que El empleó para con sus Apóstoles? Tú sabes que vivían con El continuamente, que gozaban ininterrumpidamente del cúmulo de sus beneficios, que oían día y noche sus amonestaciones y los preceptos de su doctrina, que contemplaban sus obras que debían ser un vivo estímulo para la santificación de sus costumbres.
¡Cuánto no hizo y dijo en favor de Judas Iscariotes! Y, con todo, Judas Iscariotes le traicionó y murió impenitente [y ahora está en infierno – Gehenna]. ¿Eres tú acaso mejor que los Apóstoles? Pues bien, los Apóstoles eligieron siete diáconos, solamente siete, seleccionados con la mayor solicitud, y, con todo, uno prevaricó. ¿Y tú, entre quinientos, te maravillas de este pequeño número que no corresponde a tus cuidados? ¿Pretendes conseguir que entre ellos no haya ninguno malo, ningún pervertido? ¡Oh, el soberbio!
Al oír esto callé, pero no sin sentir mi alma oprimida no por el dolor. —Por lo demás, consuélate— prosiguió aquel hombre, viéndome tan abatido. Y me hizo dar otra vuelta a la rueda, mientras decía: — ¡Admira la generosidad de Dios! Observa cuántas almas te quiere regalar. ¿Ves ese gran número de jóvenes?
Volví a mirar a través de la lente y vi una muchedumbre inmensa de jóvenes, a los cuales desconocía por completo. —Sí, los veo ■—respondí—, pero no los conozco. —Pues bien, éstos son los que el Señor te dará en lugar de aquellos que no corresponden a tus cuidados. Ten presente que por cada uno de ellos el Señor te dará cien. —¡Ah! ¡Pobre de mí!, —exclamé—; tengo la casa llena; ¿dónde colocaré a todos estos jóvenes nuevos? —No te preocupes. Por ahora tienes sitio para todos. Más adelante, Aquel que te los envía, te indicará dónde los tienes que albergar. El mismo te proporcionará el sitio.
—No es tanto el lugar donde colocarlos lo que me preocupa, cuanto la manera de darles de comer. No pienses ahora en eso; el Señor proveerá. —Si es así, perfectamente— repliqué lleno de consuelo.
Y observando durante largo rato y con gran complacencia a aquellos jóvenes, retuve la fisonomía de muchos de ellos, de forma que ahora los reconocería si los volviese a ver.
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Y ahí terminó de hablar [San] Juan Don Bosco en la noche del dos de mayo.
II
En la noche del tres de mayo el [Santo] proseguía su relato. A través de aquel cristal pudo ver la vocación de cada uno de sus alumnos. En esta ocasión fue conciso y categórico en sus palabras. No dio nombre alguno, dejando para otra ocasión las preguntas que hizo a su guía y las explicaciones que oyó de labios de este en relación con ciertos símbolos y alegorías que habían desfilado ante su vista.
El clérigo Ruffino nos legó algunos nombres sirviéndose de las confidencias que le hicieran algunos de los mismos jóvenes a quienes [San] Juan Don Bosco había dicho lo que sobre ellos había visto en el sueño, dejando constancia de ello. Dicha nota llevaba fecha de 1861.
Nosotros entretanto —continúa Don Lemoyne— para mayor claridad en la exposición y para evitar demasiadas repeticiones, formaremos un todo único, introduciendo en el relato los nombres omitidos y las explicaciones consiguientes; pero éstas, en la mayoría de los casos, no serán presentadas en forma dialogada. Con todo seremos exactos, citando literalmente cuanto escribió el cronista.
[San] Juan Don Bosco, pues, comenzó a decir:
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El desconocido continuaba junto al aparato de la rueda y de la lente. Yo me sentía muy contento por haber visto a tantos jovencitos que vendrían a vivir con nosotros, cuando me fue dicho: — ¿Quieres contemplar algo más hermoso? —Sí, sí, veamos. —¡Da una vuelta a la rueda!
Así lo hice, mirando después a través de la lente. Vi a todos mis jóvenes divididos en numerosos grupos, algo distante los unos de los otros y ocupando una amplia extensión. Hacia una parte divisé un terreno sembrado de legumbres y hortalizas y cubierto en parte de pastos, en cuyos linderos crecían algunas hileras de vides silvestres.
En dicho campo, los jóvenes de uno de los grupos trabajaban la tierra empleando azadas, palas, bieldos de dos puntas, picos y rastrillos. Estaban además divididos en cuadrillas que tenían sus respectivos jefes. Les presidía el Caballero Oreglia de Sara Esteban, el cual distribuía entre ellos herramientas de labor de toda suerte y obligaba a trabajar a los que no tenían ganas de hacerlo. A lo lejos, al fondo de aquel terreno, vi a algunos jóvenes arrojando la simiente a la tierra.
El segundo grupo se encontraba en la otra parte, en un extenso campo de trigo cubierto de doradas espigas. Un largo foso servía de lindero entre este y los demás campos cultivados que se veían por doquier y cuyos límites se perdían en el horizonte lejano.
Los jóvenes que trabajaban en él se dedicaban a recoger las mieses, pero no todos realizaban la misma labor. Unos segaban y hacían grandes gavillas; otros las amontonaban; quiénes espigaban, quién conducía un carro; este trillaba, aquél arreglaba las hoces, el otro las distribuía, el de más allá tocaba la guitarra. Les aseguro que era un hermoso espectáculo de sorprendente variedad.
En aquel campo, a la sombra de añosos árboles, se veían numerosas mesas con el alimento necesario para toda aquella gente; y más allá, a poca distancia, un amplio y magnífico jardín cercado, de abundante sombra y cubierto de macizos de las más bellas y variadas flores.
La separación entre los que labraban la tierra y los segadores representaba a los que abrazan el estado eclesiástico y a los que no siguen esta vocación. Yo, con todo, no entendía aquel misterio y volviéndome a mi guía, le dije: —¿Qué significa esto? ¿Quiénes son los que cavan? —¿Aún no lo entiendes?, —me replicó)—. Los que cavan son los que trabajan solamente para sí mismos, esto es, los que no son llamados al estado eclesiástico sino al laical.
Y entonces comprendí inmediatamente que aquellos trabajadores eran los artesanos, a los cuales en su estado, les basta pensar en la salvación de la propia alma, sin que tengan especial obligación de dedicarse a la de los demás. — ¿Y los segadores que se encuentran en la otra parte del campo?—, repliqué.
Y pronto supe que eran los llamados al estado eclesiástico, de forma que ahora sabría decir quién se hará sacerdote y quién seguirá otra carrera. Mientras contemplaba yo con verdadera curiosidad aquel campo de trigo, vi que Provera distribuía las hoces entre los segadores, lo que significaba que podría llegar a ser Rector de un Seminario o Director de una Comunidad religiosa o de una casa de estudios o algo más.
Ha de notarse que no todos los que trabajaban recibían la hoz de sus manos, ya que los que acudían a él eran solamente los que formarían parte de nuestra Congregación; los demás la recibían de otros distribuidores que no eran de los nuestros, lo que quería indicar que estos últimos se harían sacerdotes, pero para dedicarse al Sagrado Ministerio fuera del Oratorio. La hoz es símbolo de la palabra de Dios. Provera no entregaba la hoz inmediatamente a quienes se la pedían. A algunos les ordenaba que fuesen antes a comer; y, en efecto, estos iban a tomar un bocado aquí y allá: símbolo de la piedad y del estudio.
A Santiago Rossi le mandó que fuese a tomar un bocado. Aquellos a quienes se les daba esta orden se dirigían a un bosquecillo donde estaba el clérigo Durando muy ocupado, entre otras cosas, preparando las mesas para los segadores y dándoles de comer. Esta ocupación indicaba a los destinados de una manera especial a promover la devoción al Santísimo Sacramento.
Mateo Calliano era el encargado de dar de beber a los segadores. Costamagna segundo se presentó también pidiendo una hoz, pero Provera lo mandó al jardín por dos flores. Lo mismo sucedió a Quattróccolo. A Rebuffo se le ordenó que fuese por tres flores, prometiéndosele, en cambio, que después se le entregaría la hoz. También estaba allí Olivero.
Entre tanto los jóvenes se habían desparramado por entre las espigas. Muchos estaban alineados; otros, delante de un cantero ancho; algunos, junto a otro más estrecho. Don Ciattino, párroco de Maretto, segaba con la hoz que le había entregado Provera. Lo mismo hacían Francesia y Vibert, Perucati, Merlone, Momo, Garino, Iarach, los cuales habrían de dedicarse a la salvación de las almas mediante el ministerio de la predicación, si correspondían a su vocación.
Quiénes segaban más, quiénes menos. Bondioni trabajaba desesperadamente, pero nada violento puede ser de mucha duración. Otros manejaban las hoces con todas sus fuerzas, sin lograr cortar la mies. Vascheti empuñó una hoz y comenzó a segar hasta que se salió fuera del campo yéndose a trabajar a otra parte. A otros varios les sucedió lo mismo. Entre los que segaban había muchos que no tenían la hoz afilada; a algunas hoces les faltaba la punta. Algunos las tenían tan gastadas que al querer emplearlas destrozaban y estropeaban la mies.
A Domingo Ruffino se le encargó de segar un bancal muy ancho; su hoz cortaba muy bien, pero le faltaba la punta, símbolo de la humildad: era el deseo de ocupar el grado más elevado entre los iguales. Acudió a Francisco Cerrutti para que se la arreglara. En efecto, vi a Cerrutti arreglando algunas hoces; señal de que debía de inculcar en los corazones ciencia y piedad, lo que quería decir que sería enseñante, por eso se le veía manejar diestramente el martillo. Golpear con esta herramienta quería decir dedicarse a la enseñanza del clero. Provera le presentaba las hoces estropeadas. Don Ronchetti y otros recibían las que necesitaban ser afiladas, pues se dedicaban a esto. El oficio de afilar representaba a los que se encargaban de formar al clero en la piedad. Viale fue a coger una hoz que no estaba afilada, pero Provera le dio otra que acababa de ser pasada por la piedra. Vi también a un herrero preparando las herramientas de metal empleadas en la agricultura: era Costanzo.
Mientras todos se entregaban con ardor, cada uno a su trabajo, Fusero hacía las gavillas, lo que indicaba la conservación de las conciencias en la gracia de Dios; pero, detallando aún más y viendo en las gavillas representados a los simples fieles, no destinados al estado religioso, se sobrentendía que ocuparía en el porvenir un puesto de enseñante en la instrucción de los clérigos.
Había algunos que le ayudaban a atar las gavillas y recuerdo haber visto entre otros a Don Turchi y a Ghivarello. Esto representa a los destinados a poner orden en las conciencias, especialmente mediante la práctica del ministerio de la Confesión, entre los adeptos o aspirantes al estado eclesiástico.
Otros transportaban gavillas en un carro, símbolo de la gracia de Dios. Los pecadores convertidos han de montar en este carro para seguir la recta vía de la salvación, que tiene como término el cielo.
El carro comenzó a moverse cuando estuvo completamente cargado de gavillas. Tiraban de él, no los jóvenes, sino dos bueyes, símbolo de la fuerza o esfuerzo perseverante. Algunos iban conduciéndolo. Delante de ¡todos ellos [Beato] Miguel Don Rúa, que era el que guiaba, lo que quiere decir que su misión sería dirigir las almas hacia el cielo.
Don Savio seguía detrás con una escoba recogiendo las espigas y las gavillas que se caían. Esparcidos por el campo estaban los espigadores, entre los cuales Juan Bonetti y José Bongiovanni; esto es: los que atendían a los pecadores obstinados. Bonetti especialmente está designado por el Señor para buscar a los desgraciados que han escapado de la hoz de los segadores.
Fusero y Anfossi amontonaban gavillas en el campo, para que fuesen trilladas a su debido tiempo: esto tal vez quería decir que a su debido tiempo desempeñarían alguna cátedra.
Otros, como Don Alasonatti, ataban las gavillas, representación de los que administran el dinero, vigilan para que se cumplan las reglas; enseñan las oraciones y el canto sagrado, cooperando, en suma, moral y materialmente, a encaminar a las almas hacia la meta de la salvación.
...Continuará
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