FRASES PARA SACERDOTES

"Cuando rezamos el Santo Rosario y nos unimos a María, estamos viviendo lo que es la familia porque cuando los hijos se reúnen con La Madre y juntos le oran a Dios, es la familia orando unida". DE: Marino Restrepo.
Papa Francisco a los sacerdotes que llevan "doble vida"

MAGISTERIO DE LOS SUMOS PONTÍFICES SOBRE EL CELIBATO (PARTE 16)

7. S.S. JUAN PABLO II.


Cuarta entrega.

S.S. Juan Pablo II :: Catequesis sobre la virginidad cristiana

Parte 2. 


EL CELIBATO, DON DE DIOS
(5-V-1982)

1. Al responder a las preguntas de los fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, Cristo se refirió al «principio», es decir, a su institución originaria por parte del Creador. Puesto que sus interlocutores se remitieron a la ley de Moisés, que preveía la posibilidad del llamado «libelo de repudio», Él contestó: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8).

Después de la conversación con los fariseos, los discípulos de Cristo se dirigieron a Él con las siguientes palabras: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse. Él les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt19, 10-12).

2. Las palabras de Cristo aluden, sin duda, a una consciente y voluntaria renuncia al matrimonio. Esta renuncia sólo es posible si supone una conciencia auténtica del valor que constituye la disposición nupcial de la masculinidad y feminidad en el matrimonio. Para que el hombre pueda ser plenamente consciente de lo que elige (la continencia por el reino), debe ser también plenamente consciente de aquello a lo que renuncia(aquí se trata precisamente de la conciencia del valor en sentido «ideal»; no obstante, esta conciencia es totalmente «realista»). Cristo, de este modo, exige ciertamente una opción madura. Lo comprueba, sin duda alguna, la forma en que se expresa la llamada a la continencia por el reino de los cielos.

3. Pero no basta una renuncia plenamente consciente a dicho valor. A la luz de las palabras de Cristo, como también a la luz de toda la auténtica tradición cristiana, es posible deducir que esta renuncia es a la vez una particular forma de afirmación de ese valor, en virtud del cual la persona no casada se abstiene coherentemente, siguiendo el consejo evangélico. Esto puede parecer una paradoja. Sin embargo, es sabido que la paradoja acompaña a numerosos enunciados del Evangelio, y frecuentemente a los más elocuentes y profundos. Al aceptar este significado de la llamada a la continencia «por el reino de los cielos», sacamos una conclusión correcta, sosteniendo que la realización de esta llamada sirve también -y de modo particular- para la confirmación del significado nupcial del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. La renuncia al matrimonio por el reino de Dios pone de relieve, al mismo tiempo, ese significado en toda su verdad interior y en toda su belleza personal. Se puede decir que esta renuncia, por parte de cada una de las personas, hombres y mujeres, es, en cierto sentido, indispensable, a fin de que el mismo significado nupcial del cuerpo sea más fácilmente reconocido en todo el ethos de la vida humana y sobre todo el ethos de la vida conyugal v familiar.

4. Así, pues, aunque la continencia «por el reino de los cielos» (la virginidad, el celibato) oriente la vida de las personas que la eligen libremente al margen del camino común de la vida conyugal y familiar, sin embargo, no queda sin significado para esta vida: por su estilo, su valor y su autenticidad evangélica. No olvidemos que la única clave para comprender la sacramentalidad del matrimonio es el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia (cfr Ef 5, 22-23): de Cristo, Hijo de la Virgen, el cual era Él mismo virgen, esto es, «eunuco por el reino de los cielos», en el sentido más perfecto del término. Nos convendrá volver sobre este tema más tarde.

5. Al final de estas reflexiones queda todavía un problema concreto: ¿De qué modo en el hombre, a quien «le ha sido concedida» la llamada a la continencia por el reino, se forma esta llamada basándose en la conciencia del significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, y, más aún, como fruto de esta conciencia? ¿De qué modo se forma o, mejor, se «transforma»? Esta pregunta es igualmente importante, tanto desde el punto de vista de la teología del cuerpo, como desde el punto de vista del desarrollo de la personalidad humana, que es de carácter personalista y carismático a la vez. Si quisiéramos responder a esta pregunta de modo exhaustivo -en la dimensión de todos los aspectos y de todos los problemas concretos que encierra- habría que hacer un estudio expreso sobre la relación entre el matrimonio y la virginidad y entre el matrimonio y el celibato. Pero esto excedería los límites de las presentes consideraciones.

6. Permaneciendo en el ámbito de las palabras de Cristo según Mateo (19, 11-12), es preciso concluir nuestras reflexiones, afirmando lo siguiente. Primero: si la continencia «por el reino de los cielos» significa indudablemente una renuncia, esta renuncia es al mismo tiempo una afirmación: la que se deriva del descubrimiento del «don», esto es, el descubrimiento, a la vez, de una perspectiva de la realización personal de sí mismo «a través de un don sincero de sí» (Gaudium et spes, 24); este descubrimiento está, pues, en una profunda armonía interior con el sentido del significado nupcial del cuerpo, vinculado «desde el principio» a la masculinidad o feminidad del hombre como sujeto personal. Segundo: aunque la continencia «por el reino de los cielos» se identifique con la renuncia al matrimonio -el cual en la vida de un hombre y una mujer da origen a la familia-, no se puede en modo alguno ver en ella una negación del valor esencial del matrimonio; más bien, por el contrario, la continencia sirve indirectamentepara poner de relieve lo que en la vocación conyugal es perenne y más profundamente personal, lo que en las dimensiones de la temporalidad (y a la vez en la perspectiva del «otro mundo») corresponde a la dignidad de la entrega personal, vinculada al significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.

7. De este modo, la llamada de Cristo a la continencia «por el reino de los cielos», justamente asociada a la evocación de la resurrección futura (cfr Mt 21, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40), tiene un significado capital no sólo para el ethos y la espiritualidad cristiana, sino también para la antropología y para toda la teología del cuerpo, que descubrimos en sus bases. Recordemos que Cristo, al referirse a la resurrección del cuerpo en el «otro mundo», dijo, según la versión de los tres Evangelios sinópticos: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni tomarán mujer ni marido...» (Mc 12, 25). Estas palabras, que ya hemos analizado antes, forman parte del conjunto de nuestras consideraciones sobre la teología del cuerpo y contribuyen a su elaboración.


LA INTERPRETACIÓN PAULINA
(23-VI-1982)

1. Después de haber analizado las palabras de Cristo, referidas en el Evangelio según Mateo (Mt 19, 10-12), conviene pasar a la interpretación paulina del tema: virginidad y matrimonio.

El enunciado de Cristo sobre la continencia por el reino de los cielos es conciso y fundamental. En la enseñanza de Pablo, como nos convenceremos dentro de poco, podemos individuar un relato paralelo de las palabras del maestro; sin embargo, el significado de su enunciación (1 Cor 7) en su conjunto debe ser valorado de modo diverso. La grandeza de la enseñanza de Pablo consiste en el hecho de que él, al presentar la verdad proclamada por Cristo en toda su autenticidad e identidad, le da un timbre propio, en cierto sentido su propia interpretación «personal», pero que brota sobre todo de las experiencias de su actividad apostólico-misionera, y tal vez incluso de la necesidad de responder a las preguntas concretas de los hombres, a los cuales iba dirigida dicha actividad. Y así encontramos en Pablo la cuestión de la relación recíproca entre el matrimonio y el celibato o la virginidad, como tema que atormentaba los espíritus de la primera generación de los confesores de Cristo, la generación de los discípulos de los Apóstoles, de las primeras comunidades cristianas. Esto ocurría en los convertidos del helenismo, por lo tanto del paganismo, más que en los convertidos del judaísmo; y esto puede explicar el hecho de que el tema se halle precisamente en una carta dirigida a la comunidad de Corinto, en la primera.

2. El tono de todo el enunciado es sin duda magisterial; sin embargo, tanto el tono como el lenguaje es también pastoral. Pablo enseña la doctrina transmitida por el Maestro a los Apóstoles y, al mismo tiempo, entabla como un continuo coloquio con los destinatarios de su Carta sobre este tema. Habla como un clásico maestro de moral, afrontando y resolviendo problemas de conciencia; por eso, a los moralistas les gusta dirigirse con preferencia a las aclaraciones y a las deliberaciones de esta primera Carta a los Corintios (capítulo 7). Hay que recordar, no obstante, que la base última de tales deliberaciones debe buscarse en la vida y en la enseñanza de Cristo mismo.

3. El Apóstol subraya, con gran claridad, que la virginidad, o sea, la continencia voluntaria, deriva exclusivamente de un consejo y no de un mandamiento: «Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero puedo daros consejo». Pablo da este consejo «como quien ha obtenido del Señor la gracia de ser fiel» (1 Cor 7, 25). Como se ve por las palabras citadas, el Apóstol distingue, lo mismo que el Evangelio (cfr Mt19, 11-12), entre consejo y mandamiento. Él, sobre la base de la regla «doctrinal» de la comprensión de la enseñanza proclamada, quiere aconsejar, desea dar consejos personales a los hombres que se dirigen a él. Así, pues, en la primera Carta a los Corintios (cap. 7), el «consejo» tiene claramente dos significados diversos. El autor afirma que la virginidad es un consejo y no un mandamiento, y da consejos al mismo tiempo tanto a las personas casadas como a quienes han de tomar una decisión al respecto y, en fin, a los que se hallan en estado de viudez. La problemática es sustancialmente igual a la que encontramos en el enunciado de Cristo transmitido por San Mateo (19, 2-12), primero sobre el matrimonio y su indisolubilidad, y luego sobre la continencia voluntaria por el reino de los cielos. Sin embargo, el estilo de esta problemática es completamente suyo: es de Pablo.

4. «Si alguno estima indecoroso para su hija doncella dejar pasar la flor de la edad y que debe casarla, haga lo que quiera; no peca, que la case. Pero el que, firme en su corazón, no necesitado sino libre y de voluntad, determina guardar virgen a su hija, hace mejor. Quien, pues, casa a su hija doncella hace bien, y quien no la casa hace mejor» (1 Cor 7, 36-38).

5. La persona que le había pedido consejo pudo ser un joven que se encontraba ante la decisión de casarse, o quizá un recién casado que, ante corrientes ascéticas existentes en Corinto, reflexionaba sobre la línea a seguir en su matrimonio; pudo ser también un padre o el tutor de una muchacha que le había planteado el problema del matrimonio de ésta. En este caso, se trataría directamente de la decisión que deriva de sus derechos tutelares. Pues Pablo escribe en unos tiempos en que decisiones de esta índole pertenecían más a los padres o tutores que a los mismos jóvenes. Por tanto, al responder a la pregunta planteada de este modo, Pablo trata de explicar con suma precisión que la decisión sobre la continencia, o sea, sobre la vida en virginidad, debe ser voluntaria y que sólo una continencia así es mejor que el matrimonio. Las expresiones «hace bien» y «hace mejor» son completamente unívocas en este contexto.

6. Ahora bien, el Apóstol enseña que la virginidad, es decir, la continencia voluntaria, el que una joven se abstenga del matrimonio, deriva exclusivamente de un consejo y es «mejor» que el matrimonio si se dan las oportunas condiciones. En cambio, con ello no tiene que ver en modo alguno la cuestión del pecado: «¿Estás ligado a mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. Si te casares, no pecas; y si la doncella se casa, no peca» (1 Cor 7, 27-28). A base sólo de estas palabras, no podemos ciertamente formular juicio alguno sobre lo que pensaba y enseñaba el Apóstol acerca del matrimonio. Este tema quedará explicado en parte en el contexto de la Carta a los Corintios (cap. 7) y con más plenitud en la Carta a los Efesios (5, 21-33). En nuestro caso, se trata probablemente de la respuesta a la pregunta sobre si el matrimonio es pecado; y podría pensarse incluso que esta pregunta refleje el influjo de corrientes dualistas pregnósticas que se transformaron más tarde en encratismo y maniqueísmo. Pablo responde que de ninguna manera entra en juego aquí la cuestión del pecado. No se trata del discernimiento entre «bien» y «mal», sino solamente entre «bien» y «mejor». A continuación pasa a motivar por qué quien elige el matrimonio «hace bien» y quien elige la virginidad, o sea, la continencia voluntaria, «hace mejor».

De la argumentación paulina nos ocuparemos en nuestra próxima reflexión.


CELIBATO APOSTÓLICO EN LA PRIMERA CARTA A LOS CORINTIO
(30-VI-1982)

1. San Pablo, explicando en el capitulo séptimo de su primera Carta a los Corintios la cuestión del matrimonio y la virginidad (es decir, la continencia por el reino de Dios),trata de motivar la causa por la que quien elige el matrimonio hace «bien» y quien decide, en cambio, una vida de continencia, o sea la virginidad, hace «mejor». Así escribe: «Dígoos, pues, hermanos que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran...»; y también «los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo. Yo os querría libres de cuidados...» (1 Cor 7, 29, 30-32).

2. Las últimas palabras del texto citado demuestran que en la argumentación Pablo se refiere a su propia experiencia, y de este modo la argumentación se hace más personal. No sólo formula el principio y trata de motivarlo en cuanto tal, sino que lo enlaza con reflexiones y convicciones personales nacidas de la práctica del consejo evangélico del celibato. Cada una de las expresiones y alocuciones son prueba de su fuerza de persuasión. El Apóstol no sólo escribe a sus corintios: «Quisiera que todos los hombres fuesen como yo» (1 Cor 7, 7), sino que va más adelante y, refiriéndose a los hombres que contraen matrimonio, escribe: «Pero tendréis así que estar sometidos a la tributación de la carne, que quisiera yo ahorraros» (1 Cor 7, 28). Por lo demás, esta convicción personal la había expresado ya en las primeras palabras del capítulo séptimo de dicha Carta, refiriendo, si bien para modificarla, esta opinión de los corintios: «Comenzando a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al hombre no tocar mujer...» (1 Cor 7, 1).

3. Nos podemos preguntar: ¿Qué tribulaciones de la carne tenía Pablo en el pensamiento? Cristo hablaba sólo de los sufrimientos (o «aflicciones») que padece la mujer cuando ha de dar «a luz al hijo», subrayando a la vez la alegría (cfr Jn 16, 21) con que se regocija en compensación de estos sufrimientos, después del nacimiento del hijo: la alegría de la maternidad. En cambio, Pablo escribe sobre las «tribulaciones del cuerpo» que esperan a los casados. ¿Acaso será ésta la expresión de una aversión personal del Apóstol hacia el matrimonio? En esta observación realista hay que ver una advertencia justificada a quienes -como a veces los jóvenes- piensan que la unión y convivencia conyugal han de proporcionarles sólo felicidad y gozo. La experiencia de la vida demuestra que no rara vez los cónyuges quedan desilusionados respecto de lo que principalmente se esperaban. El gozo de la unión lleva consigo también las «tribulaciones de la carne», sobre las que escribe el Apóstol en la Carta a los Corintios. Con frecuencia son «tribulaciones» de naturaleza moral. Si él quiere decir con esto que el verdadero amor conyugal -aquel precisamente por el que «el hombre... se adherirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gen 2, 24)- es al mismo tiempo un amor difícil, ciertamente se mantiene dentro del terreno de la verdad evangélica y no hay razón alguna para descubrir aquí síntomas de la actitud que caracterizaría más tarde al maniqueísmo.

4. Cristo, en sus palabras sobre la continencia por el reino de Dios, de ningún modo se propone encauzar a los oyentes hacia el celibato o la virginidad cuando les señala las «tribulaciones» del matrimonio. Más bien se advierte que procura poner de relieve algunos aspectos humanamente penosos de la opción por la continencia: tanto razones sociales como razones de naturaleza subjetiva inducen a Cristo a decir que se hace «eunuco» el hombre que toma tal decisión, es decir, el hombre que abraza voluntariamente la continencia. Pero precisamente gracias a esto resalta con suma claridad todo el significado subjetivo, la grandeza y excepcionalidad de una taldecisión: el significado de una respuesta madura a un don especial del Espíritu.

5. No entiende de otro modo el consejo de la continencia San Pablo en la Carta a los Corintios, pero lo expresa de modo diferente. Escribe así: «Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto...» (1 Cor 7, 29), y un poco más adelante: «Pasa la apariencia de este mundo... » (7, 31). Esta constatación sobre la caducidad de la existencia humana y el carácter transitorio del mundo temporal y, en cierto sentido, del carácter accidental de cuanto ha sito creado, deben llevar a que «los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran» (1 Cor 7, 29; cfr 7, 31), y a preparar el terreno al mismo tiempo a la enseñanza sobre la continencia. Pues en el centro de su razonamiento pone Pablo la frase-clave que puede relacionarse con lo enunciado por Cristo, que es único en su género, sobre el tema de la continencia por el reino de Dios (cfr Mt 19, 12).

6. Mientras Cristo pone de relieve la magnitud de la renuncia inseparable de tal decisión, Pablo muestra sobre todo cómo hay que entender el «reino de Dios» en la vida de un hombre que ha renunciado al matrimonio por el reino. Y mientras el triple paralelismo de lo enunciado por Cristo alcanza su punto culminante en el verbo que indica la grandeza de la renuncia asumida voluntariamente («hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos», Mt 19, 12), Pablo define la situación con una sola palabra: «no casado» (ágamos); en cambio, más adelante incluye todo el contenido de la expresión «reino de los cielos» en una síntesis espléndida cuando dice: «El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1 Cor 7, 32).

Cada palabra de este párrafo merece un análisis especial.

7. En el Evangelio de Lucas, discípulo de Pablo, el contexto del verbo «preocuparse de» o «buscar» indica que de verdad es menester buscar sólo el reino de Dios (cfr Lc12, 31), lo que constituye la «parte mejor», el unum necessarium (cfr Lc 10, 41). Y el mismo Pablo habla directamente de su «preocupación por todas las Iglesias» (2 Cor11, 28), de la búsqueda de Cristo mediante la solicitud por los problemas de los hermanos, por los miembros del Cuerpo de Cristo (cfr Flp 2, 20-21; 1 Cor 12, 25). De este contexto emerge todo el amplio campo de la «preocupación» a la que el hombre no casado puede dedicar enteramente su pensamiento, fatigas y corazón. Ya que el hombre puede «preocuparse» sólo de aquello que lleva en el corazón.

8. En la enunciación de Pablo, quien no está casado se preocupa de las cosas del Señor (tà toú kyrìou). Con esta expresión concisa Pablo abarca la realidad objetiva completa del reino de Dios. «Del Señor es la tierra y cuanto la llena», dirá él mismo un poco más adelante en esta Carta (1 Cor 10, 26; cfr Sal 23 [24], 1). ¡El objeto del interés del cristiano es el mundo entero! Pero Pablo con el nombre «Señor» califica en primer lugar a Jesucristo (cfr, por ejemplo, Flp 2, 11) y, por tanto, «cosas del Señor» quiere decir ante todo el reino de Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia (cfr Col 1,18) y cuanto contribuye al crecimiento de ésta. De todo ello se preocupa el hombre no casado y, por ello, siendo Pablo «Apóstol de Jesucristo» (1 Cor 1, 1) y ministro del Evangelio (1 Cor 1, 23), escribe a los corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fueran como yo» (1 Cor 7, 7).

9. Sin embargo, el celo apostólico y la actividad más eficaz, tampoco agotan el contenido de la motivación paulina de la continencia. Incluso podría decirse que su raíz y fuente se encuentran en la segunda parte del párrafo que muestra la realidad subjetiva del reino de Dios. «El que no está casado se preocupa... de cómo agradar al Señor». Esta constatación abarca todo el campo de la relación personal del hombre con Dios. «Agradar a Dios» -esta expresión se encuentra en libros antiguos de la Biblia (cfr, por ejemplo, Dt 13, 19)- es sinónimo de vida en gracia de Dios y expresa la actitud de quien busca a Dios, o sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. En uno de los últimos libros de la Sagrada Escritura, esta expresión llega a ser una síntesis teológica de la santidad. San Juan sólo una vez la aplica a Cristo: «Yo hago siempre lo que es de su agrado (del Padre)» (Jn 8, 29). San Pablo hace notar en la Carta a los Romanos que Cristo «no buscó agradarse a sí mismo» (Rom 15, 3).

En estas dos constataciones está encerrado todo el contenido de «agradar a Dios», entendido en el Nuevo Testamento como seguir las huellas de Cristo.

10. Podria parecer que se sobreponen las dos partes de la expresión paulina pues, en efecto, preocuparse de lo «que toca al Señor», de las «cosas del Señor», debe «agradar al Señor». Por otra parte, quien complace a Dios no puede encerrarse en sí mismo, sino abrirse al mundo, a cuanto hay que llevar de nuevo a Cristo. Evidentemente éstos son dos aspectos de la misma realidad de Dios y de su reino. Pero Pablo tenía que distinguirlos para hacer ver más clara la naturaleza y posibilidad de la continencia «por el reino de los cielos».


PARA «AGRADAR A DIOS
(7-VII-1982)

1. En el encuentro del miércoles pasado tratamos de ahondar en la argumentación que emplea San Pablo en la primera Carta a los Corintios para convencer a sus destinatarios de que quien elige el matrimonio hace «bien», y el que elige la virginidad (es decir, la continencia según el espíritu del consejo evangélico) hace «mejor» (1 Cor7, 38). Prosiguiendo hoy esta meditación, recordemos que según San Pablo «el célibe se cuida... de cómo agradar al Señor» (1 Cor 7, 32).

«Agradar al Señor» tiene por trasfondo el amor. Este trasfondo se ve claro a través de una ulterior confrontación; quien no está casado se cuida de agradar a Dios, mientras que el hombre casado debe procurar también contentar a la mujer. En cierto sentido aparece aquí el carácter nupcial de la «continencia por el reino de Dios». El hombre procura agradar siempre a la persona amada. El «agradar a Dios» no carece por tanto de este carácter que distingue la relación interpersonal entre los esposos. Por una parte, es un esfuerzo del hombre que tiende a Dios y procura complacerle, o sea, expresar prácticamente el amor; por otra, a esta aspiración corresponde el agrado de Dios, que acoge los esfuerzos del hombre y corona su obra dándole una gracia nueva: de hecho desde el principio esta aspiración ha sido don de Dios. «Cuidarse de agradar a Dios» es, pues, una aportación del hombre al diálogo continuo de salvación entablado por Dios. Evidentemente todo cristiano que vive de fe toma parte en este diálogo.

2. Pero Pablo observa que el hombre ligado con vínculo matrimonial «está dividido» (1 Cor 7, 34) a causa de sus deberes familiares (cfr 1 Cor 7, 34). Por consiguiente, de esta constatación parece desprenderse que la persona no casada debería caracterizarse por una integración interior, una unificación, que le permitiría dedicarse enteramente al servicio del reino de Dios en todas sus dimensiones. Esta actitud presupone la abstención del matrimonio, exclusivamente «por el reino de Dios», y una vida dedicada sólo a este fin. En caso contrario también puede entrar furtivamente «la división» en la vida de una persona no casada, que al verse privada de la vida matrimonial por una parte y, por otra, de una meta clara por la que renunciar a ésta, podría encontrarse ante un cierto vacío.

3. El Apóstol parece conocer bien todo esto, y se apresura a puntualizar que no quiere «tender un lazo» a quien aconseja no casarse, sino que lo hace para encaminarlo a lo que es digno y lo mantiene unido al Señor sin distracciones (cfr 1 Cor 7, 35). Estas palabras traen a la memoria lo que dijo Cristo a los Apóstoles en la última Cena, según el Evangelio de Lucas: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas (literalmente «en las tentaciones»); y yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío» (Lc 22, 28-29). El no casado, «estando unido al Señor», puede tener certeza de que sus dificultades serán comprendidas: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). Esto permite a la persona no casada englobar sus eventuales problemas personales en la gran corriente de los sufrimientos de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia, en vez de sumergirse exclusivamente en ellos.

4. El Apóstol enseña cómo se puede estar unido al Señor; esto se llega a alcanzar aspirando a permanecer con Él de continuo a gozar de su presencia (eupáredron), sin dejarse distraer por las cosas que no son esenciales (aperispástōs) (cfr 1 Cor 7, 35).

Pablo puntualiza este pensamiento con mayor claridad todavía cuando habla de la situación de la mujer casada y de la que ha optado por la virginidad o ya no tiene marido. Mientras la mujer casada debe cuidarse de «cómo agradar a su marido», la que no está casada «sólo tiene que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1 Cor 7, 34).

5. Para captar adecuadamente toda la profundidad del pensamiento de Pablo hay que hacer notar que la «santidad» es un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica; y tiene ante todo carácter ontológico y luego también moral. Especialmente en el Antiguo Testamento es una «separación» de lo que no está sujeto a la influencia de Dios, lo que es «profanum», a fin de pertenecer exclusivamente a Dios. La «santidad en el cuerpo y en el espíritu» significa también, por tanto, la sacralidad de la virginidad o celibato aceptados por el «reino de Dios». Y, al mismo tiempo, lo que está ofrecido a Dios debe distinguirse por la pureza moral y por tanto, presupone un comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado», según el modelo virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27).

El Apóstol, en este capítulo de la Carta a los Corintios, trata de los problemas del matrimonio y del celibato o virginidad de modo sumamente humano y realista, teniendo en cuenta la mentalidad de sus destinatarios. En una cierta medida la argumentación de Pablo es ad hominem. El mundo nuevo, el nuevo orden de valores que anuncia debe encontrarse, en el ambiente de sus destinatarios de Corinto, con otro «mundo» y con otra jerarquía de valores, distinto de aquel al que llegaron por primera vez las palabras pronunciadas por Cristo.

6. Si con su doctrina sobre el matrimonio y la continencia Pablo hace referencia también a la caducidad del mundo y de la vida humana en él, lo hace sin duda aplicándolo a un ambiente que en cierta manera estaba orientado de modo programático al «uso del mundo». Bajo este punto de vista es muy significativo su llamamiento a los que «disfrutan del mundo» para que lo hagan «como si no disfrutaran plenamente» (1 Cor 7, 31). Del contexto inmediato se desprende que incluso el matrimonio estaba concebido en este ambiente como una manera de «disfrutar del mundo», al contrario de como había sido en toda la tradición israelita (no obstante algunas desnaturalizaciones que señaló Jesús en la conversación con los fariseos y también en el sermón de la montaña). No hay duda de que todo explica el estilo de la respuesta de Pablo. El Apóstol se daba perfecta cuenta de que al estimular a la abstención del matrimonio, al mismo tiempo debía exponer un modo de entender el matrimonio que estuviera conforme con toda la jerarquía evangélica de valores. Y había de hacerlo con realismo máximo, es decir, teniendo ante los ojos el ambiente a que se dirigía y las ideas y modos de valorar las cosas que dominaban en él.

7. Ante hombres que vivían en un ambiente donde el matrimonio sobre todo era considerado uno de los modos de «usar del mundo», Pablo se pronuncia con palabras significativas sobre la virginidad y el celibato (como ya hemos visto) y también sobre el mismo matrimonio: «A los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse» (1 Cor 7, 89). Igual idea casi había expresado ya Pablo anteriormente: «Comenzando a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al hombre no tocar mujer; mas por evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido» (1 Cor 7, 1-2).

8. ¿Acaso en la primera Carta a los Corintios considera el Apóstol el matrimonioexclusivamente desde el punto de vista de un «remedium concupiscentiae», como se solía decir en el lenguaje teológico tradicional? Las citas hechas podrían dar la impresión de atestiguarlo. Sin embargo, en proximidad inmediata a las formulaciones precedentes, leemos una frase que nos lleva a enfocar de manera diferente el conjunto de enseñanzas de San Pablo contenidas en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios: «Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo (repite su argumento preferido en favor de la abstención del matrimonio); pero cada uno tiene de Dios su propia gracia: éste, una; aquél, otra» (1 Cor 7, 7). Por lo tanto, incluso los que optan por el matrimonio y viven en él, reciben de Dios un «don», «su don», es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de vivir, de dicho estado. El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios; no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida.

9. Así, pues, se puede decir que mientras en la caracterización del matrimonio en su parte «humana» (o más aún quizá en la situación local que dominaba en Corinto), el Apóstol pone muy de relieve la motivación que tenía en cuenta la concupiscencia de la carne; y, a la vez y con no menor fuerza persuasiva, destaca su carácter sacramental y«carismático». Con la misma claridad con que ve la situación del hombre respecto de la concupiscencia de la carne, ve también la acción de la gracia en cada hombre, en quien vive en el matrimonio e igualmente en el que ha elegido voluntariamente la continencia, teniendo presente que «pasa la apariencia de este mundo».


Próxima entrada del Magisterio de Juan Pablo II en relación al celibato y la catequesis sobre a virginidad cristiana.

MATRIMONIO Y VIRGINIDAD

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EL HOMBRE DEBERÍA TEMBLAR

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