El Infierno
Por Jerónimo Trento, S.J.
Más grave es, en el infierno, la pena de daño, que consiste en la privación de Dios, privación de la que es plenamente consciente el condenado, que la pena de sentido, a cuya explicación se limita el siguiente discurso. Pero no puede ser sino de gran provecho el meditar en esa pena, sobre todo en esta época nuestra, consagrada totalmente al goce de los sentidos.
Nota del Editor.
Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, Que está aparejado para el diablo y sus ángeles.
S.Mateo, c. 25. v. 41.
¡Oh fatal, oh última espantosa sentencia! Sentencia que puede haceros tomar hoy las resoluciones convenientes, para apartaros de vuestros extravíos y corregiros de los pasados desórdenes. Con esta mira os lo propongo para que la meditéis, y desde luego os convido con San Bernardo a que descendáis con el pensamiento al infierno, pues el medio más eficaz y seguro de no caer en este lugar de todas las miserias, es su frecuente y seria consideración, la cual, haciéndoos bajar a él en vida, os alejará de él después de la muerte. Vos, Señor, mientras nosotros recorremos aquella profunda y tenebrosa prisión, apresuraos a iluminarnos con la luz de vuestra divina gracia. Llenadnos de un saludable espanto, y usad, ahora que podéis, de vuestra misericordia, para no hacernos experimentar después los efectos de vuestra airada justicia, pues os prometemos que todos de acuerdo cantaremos eternamente vuestras misericordias.
Se dice con mucha frecuencia, amadísimos oyentes, que un alma se aparta y aleja de Dios para siempre; pero ¿quién llega nunca a comprender la fuerza de estas palabras? Yo hablo de un alma manchada con culpa grave al separarse del cuerpo.
En este mismo momento rompe los vínculos de él, y con todo aquel ímpetu natural con que la piedra camina hacia su centro y el fuego hacia su esfera, se dirige ella con la mayor fuerza hacia Dios, que es su último fin. ¿Pero qué? Inmediatamente le sale al encuentro el mismo Dios, y apartándola encolerizado de Sí, le dice: atrás, alma maldita, atrás que tú no debes poner la vista en mi bienaventurado rostro, ni a ti se te debe llamar pueblo mío, ni yo quiero ya ser llamado tu Dios.
Nosotros en este mundo tememos poco el perder a Dios y su divina gracia, principalmente por dos motivos: el primero es el poquísimo y casi ningún conocimiento que tenemos de Dios, y el segundo el tener aquí otros bienes, por lo menos aparentes, con los cuales podemos recrearnos, o cuando no, distraernos. He pecado, decimos algunas veces en nuestro interior, he perdido la gracia de Dios: paciencia, me confesaré; y entretanto en los paseos, en las conversaciones y en los pasatiempos con los amigos procuramos divertir y ocupar en otras cosas el pensamiento, y aquietar los remordimientos de conciencia.
Y ¿qué será de un alma fuera del cuerpo y a la vista del Divino Rostro?
Decidme: luego que haya partido de este mundo, ¿qué otro bien le queda, o de qué otro bien puede gozar más que de Dios?
Decidme: ¿pueden servirle allá de nada las riquezas del mundo, si las ha acumulado; los especiosos títulos, si los ha tenido; las prerrogativas, las preeminencias y dignidades, si las ha adquirido? Bien sabéis que estas cosas sirven a lo más, o para que pasen su vida los herederos con mayor comodidad y placer, o para adornar el mármol de la tumba en que se deshace y corrompe el cadáver, sin poder pasar de aquí para consolarlo o favorecerlo.
Hoy, Señor, me arrojas de tu presencia, dirá el alma a Dios. En este momento me echáis de vuestra vista y desde este momento no gozaré de ningún bien. He perdido a Dios, exclamará, y con Dios he perdido a mi Creador, a mi redentor y a mi padre; he perdido a Dios y con Dios he perdido a María
(¡ Oh amada Madre!), la vista de los ángeles, la conversación de los bienaventurados y el paraíso que era patria mía; he perdido a Dios, y con Dios he perdido todas las cosas, los méritos adquiridos, las virtudes infusas, el consuelo y la paz. He perdido a Dios, y con Dios he perdido hasta la esperanza de tener jamás ningún bien.
Pero además de la privación de todos los bienes, tendrá que padecer el condenado toda especie de males. Al entrar el alma de un precito en el espantoso abismo del infierno, todo dolor, como leemos en Job, tendrá permiso para acometerle y hacer en él su arbitrio un cruelísimo destrozo. Yo mismo, dice el Señor, reuniré todos los males posibles para oprimir a mis enemigos. Habrá fiebres, dolores, contracciones, convulsiones, fatigas, úlceras y dislocaciones de huesos, habrá cuantos tormentos sirvieron a los ministros de justicia, para castigar a los malhechores, y cuantos inventaron los tiranos, para ensangrentarse en los mártires, como cuchillas, horcas, espadas, garfios de hierro, plomo derretido, ruedas y otros innumerables.
¿Qué será de ti, cristiano, si como con tu malvada vida te vas acercando apresuradamente sin pensar en ello, arribas y llegas por fin a un lugar tan desventurado? ¿Qué será de ti en medio de todas las penas y de todos los males? ¡Pobres de tus ojos¡ Ahora procuras alegrarlos con miradas inmodestas y con la vista de objetos peligrosos, y entonces serán afligidos con una perpetua noche, espantados con horribles fantasmas y atormentados con humo eterno. ¡Pobres de tus oídos! Ahora los aplicas de muy buena gana para oír discursos obscenos y murmuraciones, y entonces serán ensordecidos siempre con estrépito de hierros, con terribles alaridos, con horrendos gritos, con maldiciones y blasfemias de los condenados. ¡Pobre de tu lengua! Ahora con la gula y con el lenguaje disoluto la complaces y condesciendes a sus insensatos deseos, y entonces será siempre atormentada con una rabiosa hambre y para aplacar su sed, se le dará un hiel de dragones y veneno de áspides. Y ni aún el sentido del olfato, que es por otra parte menos culpado que los demás, dejará de padecer alguna pena, pues ha de ser molestado con el insoportable hedor que exhalarán los corrompidos y agusanados cuerpos de los condenados, encerrados en una cárcel que no tiene respiración.
Más el peor tormento será el fuego, con el cual particular y distintamente amenaza Dios a los condenados. Por tanto ¿queréis saber qué fuego sea el fuego infernal? Es un fuego creado de propósito para atormentar aún los espíritus; un fuego enteramente inexplicable, según dice San Doroteo; así el fuego nuestro es en extremo diferente del infierno y comparado con éste no arde ni quema, y en suma no es fuego. Pues figuraos ahora un fuego tan terrible en el centro de la tierra y en un lugar cerrado ¿Qué nueva rabia no se excita en aquellas llamas, por no tener ninguna respiración?
Suben y dan furiosas contra el techo de aquella prisión horrenda, y encontrando un insuperable obstáculo, se dilatan y extienden por los lados; pero como no hallan salida, se vuelven airadas contra sí mismas, formando así una no interrumpida revolución y un perpetuo remolino. A esto se añade el soplo de Dios que, como un torrente de azufre, según Isaías, las atiza, las enciende y aumenta su fuerza.
¡Qué ardores! ¡qué llamas! ¡qué incendio! Pues aquí estará sepultado el infeliz réprobo, sin tener debajo de sí, encima de sí y alrededor de sí más que fuego. De fuego será el techo, de fuego las paredes, de fuego las cadenas, y el aire de fuego. Él mismo estará penetrado por todas sus partes de fuego, y tendrá fuego en los ojos, fuego en las manos, fuego en el cráneo. Fuego correrá por sus venas y sus huesos. Así que no podrá menos de gritar el miserable: ¡qué tormentos, que dolores, qué insoportable martirio siento en estas llamas tan crueles! Pero serán vanos todos sus clamores. Oh amado pecador, dime en fin, pues ya no tengo paciencia para retardar esta pregunta, si eres por ventura de bronce o de hierro, porque puedo asegurarte que aunque fueras de uno o de otro, inmediatamente que te tocasen las llamas del infierno, te disolverías como una blanda cera, y serías reducido a polvo y ceniza. Yo tiemblo, yo me estremezco por temor del infierno. Y tú amado pecador, ¿qué haces? Tú también dices que temes y tienes miedo al infierno; mas ¿por qué no te retiras de los caminos que te conducen infaliblemente a él? ¿por qué no dejas tu ilícita amistad? ¿por qué no refrenas tu carne, negándole siquiera aquellas satisfacciones que te prohibe la ley de Dios? ¿por qué no abandonas aquel maldito compañero que te es tan infiel y perjudicial? ¿por qué no arrojas al fuego aquellas cartas y aquel libro? Quien teme, va con prudencia y cautela, alejando de sí todos los peligros del mejor modo posible.
Pero aún no os he hablado, oyentes míos, de la más terrible cualidad del fuego del infierno, y es que no consume ni destruye, como el fuego nuestro, sino que por el contrario diseca y conserva, como hace con las carnes la sal, según dice San Hilario y lo asegura San Marcos en su Evangelio. Así que me podréis decir: ¿cuánto ha de estar el condenado ardiendo en el fuego? ¿Quién puede concebirlo? ¿Mil años? Más. ¿Un millón? Más. ¿Un millón de siglos? Más. ¿Cien millones de siglos? Más. ¿Tantos siglos cuantas son las hojas de los árboles? Más ¿Tantos cuantas son las arenas del mar? Más.
¿Tantos cuantas son las estrellas del cielo y cuántos son los átomos del aire? (qué número tan incomprensible). Más. ¿Tantos cuantas fueron las gotas de agua del diluvio universal? Más. ¿Cuánto tiempo pues, cuánto? Una eternidad, un siempre; no hay término, no hay fin; de suerte que por más que añadáis años a años, siglos a siglos, y por más que quitéis de éstos, no añadís ni quitáis nada, porque siempre queda al condenado una eternidad que padecer, aún después de haber pasado mil años o mil siglos de penas. ¡Oh desventuradísimo Judas! Levanta la cabeza. Hay ya más de mil y setecientos años que ardes en el fuego, y dime ¿cuánto tiempo ha pasado tu castigo? ¿cuánto te queda todavía? ¿y tú Caín? Se habrán pasado cinco mil y más años después que se te precipitó en esas llamas; y dime ¿Cuánto ha pasado? ¿Cuánto te queda? Ya responde por ellos San Agustín diciendo que éstos son adverbios expresivos de tiempo, y que no pueden aplicarse a la eternidad. Tanto aún les queda que padecer después de tantos años, cuanto les quedaba en el momento que fueron precipitados en los abismos, teniendo que padecer todavía por toda una eternidad, la cual por más años que pasen, no se disminuye ni se abrevia ni un solo momento. ¡Oh siempre! ¡Oh nunca! ¡Oh eternidad! ¿Nos tendrá cuenta exponernos por un brevísimo placer al riesgo de padecer un tan dilatado castigo?
Lo más terrible es que no sólo de padecer los condenados por toda una eternidad, sino que también han de padecer la eternidad misma en cada instante, por aquel doloroso pensamiento que tendrá Dios siempre fijo en su memoria; yo estoy en el fuego, y estaré siempre; padezco, y nunca dejaré de padecer, estoy condenado, y lo estaré por toda una eternidad. Conocerán los miserables que no hay ninguna esperanza, no solamente de que se acabe su padecer, pero ni aún de que se suavicen y sean más llevaderas sus penas. Es atrocísimo este fuego, dirán, y será siempre igualmente atroz; son fieros; son cruelísimas mis penas, y serán siempre igualmente dolorosas y crueles. No veré nunca ni un solo rayo de luz que aclare estas densísimas tinieblas, no tendré nunca ni un solo pensamiento alegre que modere mis profundas melancolías, no oiré nunca ni una sola palabra de compasión que me consuele en mis acerbos tormentos; no, no habrá para mí nunca ni un solo día ni una sola hora de interrupción o tregua en tanto pensar, ni una sola diversión, ni un solo alivio, sino siempre así, así invariablemente por toda una eternidad.
Y entonces será cuando se desesperarán y enfurecerán los desventurados, según nos los describe la Escritura, hasta morderse y despedazarse unos a otros, hasta maldecir la hora en que nacieron, al padre que los engendró, a la madre que los llevó en su seno, a los amigos, compañeros y parientes; hasta blasfemar con horribles voces de los sacramentos que recibieron, de los santos que veneraron, y aún de Dios mismo, que con su omnipotente brazo los arrojó allá abajo, para que padeciesen tantos males. Esta desesperación será mucho mayor, comparando lo mucho que padecen con lo poco por que se han granjeado tan gran padecer. ¡Cuántos dolores, cuántos tormentos, cuán atroces, cuán durables! ¿y por qué? Por una amistad, por una conversación, por un capricho, por un placer que pasó en un momento.
¡Qué insensato he sido condenarme por tan poco! Con obedecer a aquella inspiración, con abandonar a aquel compañero, con vencer aquellos respetos humanos, con hacer una obra de caridad, en una palabra con hacer una buena confesión me hubiera salvado. ¿Y por qué no lo hice? ¿Por qué no lo puedo hacer? ¿quién me da una sola hora, un solo momento para hacerlo? Pero viendo los infelices que gritan y se lamentan en vano, y que en ningún modo pueden remediar su error, ¿cuán atrozmente no se desesperarán y enfurecerán?
Aquella famosa reina de Inglaterra, la reina Isabel, embriagada con la felicidad y con el poder, de que le parecía gozaba en el mundo, se dejó decir algunas veces: déme el Señor cuarenta años de reinado, y renunciaré a su paraíso. Tuvo la desventurada princesa cuarenta y cuatro, cuanto más cuarenta años, de un brillantísimo reinado, siendo temida y venerada de todos, y después murió; pero refiere un historiador que muchas veces se vio su sombra melancólica, triste, vestida de negro y arrastrando grillos y cadenas, pasearse de noche por las riberas del río Támasi, que pasa por medio de la ciudad de Londres, y parándose de trecho en trecho gritar desesperada: ¿cuarenta años de reinado, y después el infierno? ¿cuarenta años de reinado, y después el infierno? ¿pues qué? ¿No bastan por ventura cuarenta años de reinado, para compensar el mal que se padece en el infierno?
Ah, oyentes, considerad que, como dice el Espíritu Santo, una hora sola de las penas infernales es suficiente para olvidar cuanto puede haberse gozado en este mundo. Y ¿qué será si en vez de decir cuarenta años de reinado, y después el infierno, sólo podemos decir un placer momentáneo, y después el infierno?
Una venganza, ¿y después el infierno? ¿un miserable desahogo de una pasión brutal, y después el infierno, del cual, amados oyentes, acaso estáis tan cerca como lo estáis del primer pecado que oséis cometer? Pensemos por Dios en lo que más nos interesa; reflexionemos sobre si nos tiene cuenta padecer un mal sempiterno por un bien temporal, y pidamos de corazón al Altísimo que nos ilumine acerca de este punto, y después nos asista, para que con sus luces podamos resolver y obrar.
FUENTE: HORRIBILÍSIMO INFIERNO (siemprejamas.tripod.com)
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