Décima entrega....
S.S. Juan Pablo II :
Exhortación apostólia Pastore dabo vobis
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redernptor hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».[1]
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta».[2] Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación a la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo».[3]
Ahora bien, la educación al amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegría».[4]
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación a la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una libertad que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal.[5]Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario.[6]
Íntimamente relacionada con la formación a la libertad responsable está también laeducación de. la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a las obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta consciente y libre -y, por tanto, por amor- a las exigencias de Dios y de su amor. «La madurez humana del sacerdote -afirman los Padres sinodales- debe incluir especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad» .[7]
Juan Pablo II. Pastore dabo vobis. Lima; ed. Salesiana – ediciones Paulinas 1992, 1era edición. Capítulo V, I (“Dimensiones de la formación al sacerdocio”), n. 44 (pp. 119-122).
Notas
[1] Carta enc. Redenptor hominis (4 marzo 1979) 10: AAS 71 (1979), 274.
[2] Exhort. Ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981) 37: l.c., 128.
[3] Ibid.
[4] Propositio 21.
[5] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. Sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 24
[6] Cf. Propositio 21.
[7] Propositio 22.
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