FRASES PARA SACERDOTES

"Cuando rezamos el Santo Rosario y nos unimos a María, estamos viviendo lo que es la familia porque cuando los hijos se reúnen con La Madre y juntos le oran a Dios, es la familia orando unida". DE: Marino Restrepo.
Papa Francisco a los sacerdotes que llevan "doble vida"

EL CURA DE ARS. Francis Trochu.

III. POR LA CONVERSIÓN DE ARS.

II. La guerra a la ignorancia religiosa.
El Rdo. Vianney se convenció de que a su celo se opondría un enemigo formidable: Toda la inercia de aquellas gentes aferradas a sus costumbres. Ninguno de los feligreses se había negado a recibirle; los que iban a misa, seguirían acudiendo; pero que no pidiese más.

Aconteció lo contrario: el joven pastor se sintió responsable de todas las almas de _Ars y resolvió no dejarlas en paz hasta el día en que hubiesen desaparecido todos los abusos. Además de la oración y de la penitencia, emplearía la palabra y la acción.

La santificación del domingo, sin la cual la vida cristiana queda reducida a la nada, fue el primer objetivo que se propuso. La casa del Señor estaba abandonada. La iglesia de San Sixto de Ars era, en 1818, "pobre por dentro y por fuera". Un altar mayor de madera sin ninguna escultura, ornamentos pobres, gastados, insuficientes, que no podían dar el debido realce a las ceremonias del culto. "Tanta pobreza movía a compasión a los sacerdotes forasteros que a veces se detenían en el pueblo para celebrar la misa".

El Rdo. Vianney amo en seguida aquella antigua iglesia como si fuese su casa paterna. Para embellecerla, comenzó por lo principal, o sea, por el altar, centro y razón de ser de todo el templo. Por respeto a la Sagrada Eucaristía, quiso que fuese lo mejor posible. Para esta primera adquisición no llamó a ninguna puerta. Lo pagó de su peculio y con una franca alegría ayudó a los trabajadores a levantar el nuevo altar mayor. 

Después procuró aumentar el ajuar de Dios, como decía en su lenguaje sabroso y lleno de imágenes. 

Visitó en Lión los talleres de bordados y orfebrerías y compro cuanto le pareció de más precio. "En la campiña, decían aquellos comerciantes admirados, hay un cura, pobre, delgado y mal arreglado, que parece no tener un céntimo, y se lleva para su iglesia lo mejor." Un día de 1825, la señorita de Ars fue con él a la ciudad para comprar unos ornamentos para la misa. A cada cosa que le mostraban, repetía: "¡No me parece bastante bien!... ¡ha de ser mejor que esto!"

Estas transformaciones materiales no fueron en modo alguno inútiles. Fueron una prueba del celo del pastor y alegraron a las almas fervorosas; algunos, desconocidos en el templo, con más curiosidad, quizás, que devoción, se dejaron ver en la iglesia los domingos.

La instrucción religiosa de los jóvenes fue su principal solicitud. A los niños de Ars se les empleaba muy pronto en los trabajos agrícolas. Materializados, sin otras miras que las cosas de la tierra, muchos de aquellos pobres vivían y crecían como si no tuviesen alma. La primera comunión no era en su vida otra cosa que un episodio cualquiera.

El joven Cura de Ars se propuso, desde Todos los Santos hasta el tiempo de la primera comunión, reunirlos todos los días a las seis de la mañana. El catecismo de los domingos se hacía antes de vísperas, hacia la una de la tarde. El Rdo. Vianney se valía de piadosas estratagemas para atraer a la iglesia a la gente menuda. 

El Rdo. Vianney no dejó de catequizar por sí mismo hasta el día en que tuvo un auxiliar, es decir, hasta 1845. Durante veintisiete años ejerció completamente solo las funciones del ministerio pastoral. "El mismo daba la señal para el catecismo de los niños, refiere el Rdo. Tailhades; después rezaba las oraciones, de rodillas y sin apoyarse jamás. 

Gracias a los infatigables cuidados del hombre de Dios, los niños de Ars llegaron a ser los mejores instruídos de la comarca. Monseñor Devie lo proclamó bien alto un día de confirmación.

Todavía fue más devorador el celo que desplegó el Rdo. Vianney para instruir a los fieles de su parroquia por medio de la predicación.

Para ello se instaló en la sacrístía. Se abría ésta hacia el altar mayor y así podía trabajar a la vista del divino Maestro. De la cómoda donde guardaban los ornamentos sagrados hizo mesa de trabajo. Allí repasaba las Vidas de los Santos, el Catecismo del concilio de Trento, el Diccionario de teología, de Bergier, los tratados espirituales de Rodríguez, los sermonarios de Le Jeume, de Joly, de Bonnardel... Su descanso en tan febril labor consistía en algunas miradas al Sagrario. Después buscaba la inspiración ante el altar. Arrodillado en las gradas, meditaba lo que acababa de leer. El tiempo es precioso y hay que llegar al fin a toda costa...

Entretanto llegaba la hora de aprender lo escrito. Esta era la labor más dura. Su memoria nunca había sido muy feliz y se trataba de confiarle treinta o cuarenta páginas de un texto escrito de corrida. Durante la noche del sábado al domingo se ejercitaba en repetir en voz alta, y los que pasaban por el camino que corre a lo largo del cementerio podían de antemano oír el sermón del día siguiente.

Falta presentarse ante el auditorio. Era gente curiosa, dispuesta a la chanza; algunos, los jóvenes sobre todo, hubieran preferido hallarse en otra parte... ¡Poco importaba1, eran almas que evangelizar y, por otra parte, subiendo al púlpito cumplía con uno de los principales deberes del sagrado ministerio.

Cada uno de sus sermones duraban una hora entera y los pronunciaba con voz gutural, en la que dominaban las notas elevadas. "Señor Cura, le decía otra persona, ¿cómo es que cuando reza habla tan bajo y tan fuerte cuando predica?- Es que cuando predico, replicaba el santo varón, hablo con sordos, a gente dormida, mas cuando rezo, hablo con Dios, que no está sordo".

¿Qué predicaba a sus ovejas, "aquel ignorante del arte del bien decir"? Sus deberes. Se dirigía al auditorio con claridad, sin rodeos, sin alabanzas inútiles. Algunos de sus temas parecían muy duros; mas el predicador, sobre todo al principio, pegaba fuerte para que el tiro penetrase.

Lo primero que hay que conseguir de los fieles que asisten a la iglesia-a los ausentes y recalcitrantes ya les llegará su vez- es la debida compostura, la actitud propia de cristianos, que están presentes al más santo de los misterios. Mas ¡ay!, la "dejadez" con que estaban allí la mayor parte, demostraba bien a las claras el "poco gusto" que sentía por las cosas de Dios.

Verdaderamente, aquellas almas eran rocas áridas y eran menester rudos golpes para quebrantarlas. Con peligro de zaherir públicamente a muchos, les atacaba "sin consideración", con realismo y crudeza; sus alulsiones eran "vivas, directas y personales" "Repréndeles severamente, para que tengan una fe sana", escribía San Pablo a su discípulo Tito. El Cura de Ars, al principio, tomó a la letra este consejo. Severo consigo mismo hasta el heroísmo, exigía demasiado a los demás.

Les explicaba sucesivamente la necesidad, la naturaleza, el valor y nlos bienes de la Eucaristía. Puede afirmarse que la idea madre de su vida sacerdotal fue desasir las almas de las preocupaciones terrenas para elevarlas hacia el altar.

El Cura de Ars les amenazaba con los castigos de la otra vida: "Pobres gentes, ¡cuán desgraciados sois! Seguid vuestro camino; ¡seguid, que no podéis esperar sino el infierno!..." Tocábales también su punto flaco: los intereses materiales: "Lo primero que salta a la vista es que casi todos mueren en la miseria... La fe abandona sus corazones, sus bienes van desapareciendo; y de esta forma son doblemente desgraciados".

El pobre predicador harto lo sabía: se dirigía a los ausentes y "hablaba a las paredes". A pesar de todo, en ciertas solemnidades, por una tradición heredada de los antiguos, se reunía en la iglesia casi toda la parroquia. Ocasión excelente para el joven sacerdote de fustigar los vicios que perdían a tantas almas.

"Me diréis algunos: ¡Hablarnos del baile y del mal que allí se hace es perder el tiempo!...No importa, sigue diciendo; al obrar así, hago lo que debo hacer; no hay para qué irritarse; vuestro pastor cumple con su deber." La lucha está comenzada y el Cura de Ars resuelto, con la ayuda de Dios, a no deponer las armas, sino después de una completa victoria.

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