FRASES PARA SACERDOTES

"TODO LO QUE EL SACERDOTE VISTE, TIENE UNA BATALLA ESPIRITUAL". De: Marino Restrepo.

Una misa de campaña en medio de las bombas


Al césar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Así como este Santo sacerdote quiero decir que primero sirvamos a Dios y después, a los hombres.

MAGISTERIO SOBRE EL CELIBATO: Celibato y magisterio.

Celibato y Magisterio: Intervenciones de los Padres en el Concilio Vaticano II y en los Sínodos de los Obispos de 1971 y 1990



PERSPECTIVAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL EN NUESTRO TIEMPO

por Su Eminencia Joseph Card. Ratzinger

La amplia idea de reforma del Concilio Vaticano II preveía también un proyecto de renovación en la formación al ministerio sacerdotal. Pero los últimos años sesenta en el curso de los cuales debió realizarse este programa, fueron caracterizados en todo el mundo occidental por la explosión, después de una larga incubación, de la crisis de sus fundamentos espirituales. Desde el punto de vista del Concilio, la renovación debería haber abarcado al mismo tiempo continuidad y transformación, pero en el clima revolucionario de aquellos días la única esperanza pareció ser el cambio; todo aquello que pertenecía a la tradición fue considerado como un lastre, una atadura, una amenaza de la cual había que librarse finalmente. Al principio, por esta razón, la hora de la renovación se transformó en crisis. Se cuestionaba si el seminario tenía todavía alguna razón de ser, desde el momento en que la meta misma de su itinerario formativo, el sacerdocio, era considerado ahora por muchos fruto de una interpretación errada del Nuevo Testamento, el retorno a un pasado histórico que finalmente debía ser superado. Mientras tanto, las primeras sacudidas se han aquietado, nuevamente aparece con claridad que el hombre puede vivir proyectado al futuro y progresar sólo si permanece anclado a un contexto: un crecimiento sólo es posible si hay raíces, y nuevos conocimientos pueden madurar sólo si el hombre no ha perdido la propia memoria. La memoria histórica, intención y meta de todo aniversario, no puede ser puesta de lado como si fuera una nostalgia romántica; ella aporta fruto si se convierte en reflexión sobre aquello que persiste y, al mismo tiempo, busca el camino que conduce hacia adelante.
Dejarse construir en edificio espiritual: inserción en la familia de Dios

Cuando en 1977 fui nombrado arzobispo de Münich y Freising, me encontré con una situación de crisis y de agitación. El número de candidatos al sacerdocio en la arquidiócesis se había reducido mucho; los seminaristas vivían en el colegio ducal Giorgianum, que en 1494 el duque Jorge el Rico había hecho construir como seminario regional bávaro, cerca a la universidad de Ingolstadt, más tarde transferida a Münich. Repentinamente vi con claridad que mi tarea más urgente era proporcionarle a la diócesis nuevamente un seminario propio, a pesar de que muchos dudaban que una empresa de tal género tuviese todavía algún sentido en el ámbito de la Iglesia transformada. Poco antes de tener que dejar la diócesis, el 20 de noviembre de 1981, fiesta del patrono san Corbián, tuve el gozo de colocar, en un día lluvioso, la piedra angular del edificio que hoy se yergue magníficamente y así dar por lo menos un inicio sólido a aquello que debería seguir adelante. Pensando en qué palabras deberían escribirse sobre aquella piedra, recordé los maravillosos versículos de la primera carta de Pedro en los que los títulos de dignidad de Israel se atribuyen al pueblo de los bautizados. "Ofreceos de vuestra parte como piedras vivientes con que se edifique una casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo" (1 Pe 2,5). Probablemente estos versículos forman parte de una catequesis bautismal neotestamentaria. Estos aplican la teología de la Alianza y de la elección, con la cual en el Antiguo Testamento fue interpretado el evento del Sinaí, a la nueva comunidad de Jesucristo. Al respecto, se explica aquí simplemente qué cosa significa ser bautizado y en qué modo la Iglesia, casa viva de Dios, ha de crecer en este mundo. En efecto, ¿qué cosa puede suceder de más noble y deseable en un seminario si no es que jóvenes crezcan totalmente según las exigencias del bautismo, del ser discípulos y que se conviertan plenamente en Iglesia viva? Me parecía, por eso, que estas palabras dirigidas por san Pedro a los bautizados decían todo lo esencial acerca de lo que es un seminario y podían ser interpretadas con razón como programa, como piedra angular de tal casa.

Pues, ¿para qué existe un seminario? ¿Cómo debe ser hoy la formación sacerdotal? En el fragmento citado encontramos ante todo esta expresión: construcción de una "casa espiritual" de piedras vivas. Casa, en sentido bíblico, significa no tanto el edificio de piedra, sino más bien el clan, la familia . Es un empleo del término que sobrevive entre nosotros cuando decimos, por ejemplo, Casa de Wittelsbach o Casa de Habsburgo. Los bautizados deben transformarse de hombres originariamente extraños uno al otro en una familia, en la familia de Dios. Este proceso debería ocurrir concretamente en el seminario a fin de que el futuro sacerdote pueda estar en condición, en su parroquia o donde se encuentre, de reunir a los hombres en la familia, en la comunidad doméstica de Dios. Sin embargo, existe a continuación la expresión de casa "espiritual". Eso no indica, como en cambio lo sugiere nuestra sensibilidad lingüística, una casa en sentido puramente metafórico y por lo tanto impropio e irreal. El término "espiritual" deriva de Espíritu Santo, por lo tanto de la fuerza creadora sin la cual no existiría nada real. Ahora bien, sólo un edificio espiritual construido por el Espíritu Santo es una casa verdaderamente real. La pertenencia recíproca que deriva del Espíritu Santo es más profunda, más fuerte y vital que una simple consanguinidad. Los hombres reunidos, al ser tocados por el Espíritu Santo están en tal modo cercanos uno al otro, como ningún otro parentesco podría realizar. El Evangelio de Juan habla de aquellos que creen en el nombre del Logos y que reciben así un nuevo origen, al ser generados "no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jn 1,13). De esta manera Juan establece una relación con aquél que no fue generado por el querer de la carne, sino a través de la fuerza del Espíritu Santo: Jesucristo. Nos hacemos "edificio espiritual" cuando somos casa, comunidad familiar con Jesucristo. Eso da lugar a aquella sintonía interior, a aquel nuevo carácter, a aquel nuevo fundamento de vida, que es más fuerte que toda la diversidad natural y que hace surgir una verdadera afinidad interior. El seminario está, como la Iglesia y como toda familia, siempre en construcción. Renace continuamente en su conjunto sólo si los hombres se dejan transformar por Jesucristo en una casa viva.

Podremos ahora decir sencillamente que la tarea esencial de un seminario consiste en ofrecer un espacio en el cual pueda cumplirse ininterrumpidamente este construir espiritual. Su finalidad es ser un lugar de encuentro con Jesucristo, un lugar que une los hombres a Jesús de un modo tal que ellos puedan convertirse para los hombres y para el mundo de hoy en su voz actual. Esta afirmación de fondo resulta más concreta si regresamos una vez más a nuestro texto. El fin es la casa; aquello que le precede son las piedras, piedras vivas en cuanto se trata de una casa viva. A esto se añade luego el hecho que en el versículo examinado por nosotros la oración sobre construir está formulada en pasivo: dejaos emplear como piedras vivas para la construcción de una casa espiritual. A nuestra premura por actuar se debe atribuir el hecho que pongamos tales palabras siempre en activo: construir el reino de Dios, construir la Iglesia, construir una nueva sociedad, etc. El Nuevo Testamento ve nuestro papel de manera distinta. El constructor es Dios o el Espíritu Santo. Nosotros somos piedras; para nosotros construir significa ser construidos. El antiguo himno de la liturgia de la consagración de la Iglesia lo muestra de modo drástico, cuando habla de los beneficiosos golpes del cincel, del amplio trabajo del martillo del maestro, de la juntura precisa por la cual bloques de piedra se convierten finalmente en la gran casa de la nueva Jerusalén. Aquí se toca un punto muy importante: construir significa ser construido. Si queremos convertirnos en casa todos debemos aceptar el destino de ser trabajados. Para ser adecuados para el edificio debemos dejarnos conferir la forma apropiada al lugar al cual seremos asignados. Quien quiera convertirse en una piedra en el todo y por el todo debe dejarse ligar al todo. Ya no puede hacer simplemente aquello que le parece y que le agrada. Ya no puede ir sencillamente donde se le antoje. Debe aceptar que cualquier otro le ciña la vestidura y lo lleve donde no quiera (cfr. Jn 21,18). En el Evangelio de Juan encontramos también otra imagen para esto: el sarmiento que debe dar fruto debe ser podado; debe dejarse podar. Sólo a través del dolor y de la poda se puede obtener fruto más abundante (Jn 15,2).

Como primera consecuencia para la formación sacerdotal podemos afirmar que ella debe ofrecer más que una formación profesional; en efecto, debe ofrecer una formación para ser verdaderos hombres Esto significa sobre todo aprender la virtud sin la cual ninguna familia puede permanecer unida en forma duradera. Para el sacerdote esto es tanto más importante en cuanto que él no debe estar solamente en condición de vivir en el seno de la familia del presbiterio, de la Iglesia local y de la universal, sino también tiene la tarea de reunir y mantener unida en la comunidad de fieles, a personas que por su origen, formación, temperamento y condiciones de vida son distintas. Debe hacer que los hombres sean capaces de reconciliarse, perdonarse verdaderamente, soportarse recíprocamente y ser generosos. Debe ayudarlos a aceptar al prójimo en su diversidad, a tener paciencia los unos con los otros, a equilibrar adecuadamente fe y prudencia, discreción y apertura, y muchas otras cosas más. Debe estar sobre todo en condición de sostener a las personas en el dolor, ya sea en el sufrimiento físico como en todas las desilusiones, las humillaciones y las angustias que no se le escatiman a nadie. ¿Cómo podría hacer todo aquello si antes no lo aprende a su vez? La capacidad de aceptar y soportar el dolor es fundamental para lograr ser hombres; allí donde no es aprendida la quiebra de la existencia es inevitable. La rabia contra todos y contra todo envenena, por así decirlo, el terreno del alma y lo transforma en tierra árida. Superación del dolor: en el pasado se hablaba de ascesis. Hoy, ya no gusta esta palabra; se hace más aceptable si la traducimos del griego al inglés: Training. Todos saben que no se puede obtener éxito alguno sin training, y sin el relativo dominio de sí mismo. Hoy se entrena con empeño y seriedad en todos los ámbitos posibles y esto permite, en muchos sectores, contribuciones personales que en el pasado ni siquiera se habrían podido imaginar. ¿Por qué motivo, pues, parece tan equivocado entrenarse también en la meta de conducir una vida justa y verdadera y ejercitarse en el arte de la renuncia, del dominio de sí mismo, de la libertad interior de nuestras pasiones?
La pasión por la Verdad

De todo aquello que se podría decir, quisiera subrayar aquí sólo un aspecto en particular: la educación en la verdad. Para el hombre la verdad es con frecuencia incómoda; ella es con seguridad la guía más fuerte a la renuncia de sí mismo, a la verdadera libertad. Tomemos por ejemplo a Pilatos. El sabe bien que este acusado Jesús es inocente y que según la ley debería absolverlo. Pilatos quiere hacerlo, pero esta verdad lo pone en conflicto con su posición; podría acarrearle molestias o sin más ni más causarle la pérdida de su cargo. Ella podría inclusive provocar desórdenes y colocarlo en mala luz a los ojos del emperador, o tener otras consecuencias desagradables similares. Así, el prefiere sacrificar la verdad que no grita y que no se defiende, aunque su traición le deje dentro un profundo sentido de fracaso. Esta situación se repite continuamente en la historia: pensemos sólo en un ejemplo contrario, aquel de Tomás Moro. Parecía natural reconocerle al rey la supremacía de la Iglesia. No existía ningún dogma que lo prohibiese expresamente. Todos los obispos lo habían hecho; ¿por qué él, laico, hubiera debido poner en riesgo la propia vida y llevar a la ruina a la propia familia? Si no quería pensar en sí mismo ¿no ha debido, en la valoración de los bienes, dar la precedencia a sus parientes en vez de obstinarse a seguir la propia conciencia? Tales casos evidencian de manera macrocósmica, por así decirlo, aquello que se realiza continuamente, en pequeño, en nuestra vida. Puedo salirme de un problema, si hago una pequeña concesión a la mentira. O sea: actuar según la verdad me causa inmensas molestias. ¡Con cuánta frecuencia ocurre esto! ¡Y con cuanta frecuencia nos equivocamos! La situación en la cual se encontró Tomás Moro se presenta continuamente traducida a lo cotidiano: muchos dicen esto, ¿por qué yo no? ¿Por qué debería alterar la paz del mundo? ¿Por qué debería hacer el ridículo? La paz de la comunidad ¿no es más importante que mi obstinación? De este modo, igualarse al grupo se convierte en tiranía contra la verdad. Georges Bernanos, que ha estado siempre atormentado por el misterio de la vocación sacerdotal y por la tragedia de su fracaso, ha representado dramáticamente este peligro en el personaje del obispo Espelette. El amado obispo ha sido docente universitario; es instruido y cortés, sabe decir siempre aquello que el mundo de la cultura espera de un obispo en aquella situación: "La intrepidez de este astuto sacerdote no engaña a otros sino a sí mismo. Su vitalidad intelectual es enorme... Ninguno es menos digno de amor que aquel que vive sólo para ser amado. Almas de este género, tan hábiles para complacer a todos, son sólo espejos...". Bernanos penetra en su análisis hasta el fondo de este desastre: ""Pertenezco a mi tiempo", repite y lo hace con el rostro de un hombre que testimonia por sí mismo... pero jamás ha pensado que así repudia cada vez la señal eterna con la cual ha estado plasmado" .

No dudo al afirmar que el gran mal de nuestro tiempo es la falta de verdad. El éxito y la acción han tenido superioridad sobre ella. Renunciar a la verdad y refugiarse en la uniformidad del grupo es sólo en apariencia una vía hacia la paz. Una comunidad de este tipo está construida sobre arena. El dolor de la verdad es el presupuesto para una comunidad auténtica. Debe ser admitido día a día. Solamente en la pequeña paciencia de la verdad maduramos desde dentro, nos hacemos libres de nosotros mismos y libres para Dios.

Este es el punto donde emerge una vez más la imagen de las piedras vivas. Pedro ilustra la exigencia intrínseca de la imagen con las palabras del salmo 118,22 que entretanto, desde hace mucho tiempo, se ha convertido en un texto cristológico fundamental: "La piedra que rechazaron los constructores, se ha convertido en la piedra angular". No pretendemos profundizar aquí la teología de la muerte y resurrección que se encierra en este versículo. Sin embargo, la reflexión sobre la idea de la piedra viva ya ha revelado que construir implica el ser construido; y que aquello no puede suceder sin el pasivo, sin la pasión de la pasión de la purificación. Bernanos ha señalado en el dolor la esencia del corazón divino y en el sufrimiento físico y espiritual cuanto de más precioso nos impone el Señor. La piedra desechada es la imagen de aquél que se ha hecho cargo del dolor mortal del amor radical y se ha convertido así para todos nosotros en espacio, piedra angular que de la humanidad herida ha hecho una casa viva, una nueva familia. En el seminario, en la formación sacerdotal no construimos un grupo cualquiera. Existe allí el riesgo que la pasión del ser insertados tienda sólo a la uniformidad del grupo y que nosotros sacrifiquemos así nuestra verdad. Nosotros no construimos según un criterio que hayamos elaborado solos. Le dejamos construir a aquél que es nuestro arquetipo y modelo, el segundo Adán, que Pablo llama "espíritu dador de vida" (1 Cor 15,45). Este proyecto justifica el tormento de la poda y garantiza que se trata de purificaciones, no de destrucciones. En este edificio se crece tratando de aprender "todo lo que encuentres de verdadero, de noble, de justo, de limpio, en todo lo que es hermoso y honrado. Fijaos en cuanto merece admiración y alabanza" (Fil 4,8). Uno se hace apto para este edificio cuando se convierte en verdadero.

Allí donde se persigue este fin el seminario se convierte en una casa. Sin este camino común, sería tan sólo una serie de habitaciones para estudiantes y cuyos habitantes permanecerían al final solos consigo mismos. Precisamente la disponibilidad a la purificación garantiza el buen humor y el gozo interior de una casa así. Donde esta disponibilidad está ausente, se crea un clima de fondo de mal humor, de insatisfacción hacia todo y hacia uno mismo, en la cual los días son grises y la alegría no crece porque no encuentra el sol necesario para su crecimiento.
Casa y templo: servir al Verbo Encarnado

Con estas reflexiones se da inicio a una segunda parte en la cual más allá de la formación esencial del hombre y del cristiano, se podrá, hablar de la formación al ministerio sacerdotal. El punto de partida se ofrece una vez más con estas palabras: casa espiritual hecha de piedras vivas. Se trata de la casa que Dios se construye en este mundo y que de la misma manera nosotros construimos para El, la "Casa de Dios". Así, en esta palabra, está contenida toda la teología del templo. El templo es ante todo el lugar que Dios habita, el espacio de Su presencia en este mundo. Es, pues, el lugar de la asamblea en la cual se renueva constantemente la Alianza. Es el lugar de encuentro de Dios con su pueblo en el cual éste se encuentra a sí mismo. Es el lugar del cual brota la Palabra de Dios, el lugar en el que se eleva la medida de su mandamiento y se hace visible desde lejos. Y, por consiguiente, es finalmente el lugar de la gloria de Dios. Esta se manifiesta en la pureza inviolable de su Palabra. Pero, se manifiesta también en la belleza solemne de las ceremonias del culto. La gloria se hace evidente en la glorificación, que es respuesta a la llamada de Su Palabra, una respuesta concentrada y anticipada, que debe después ser continuada en el comportamiento de toda la vida, que debe convertirse en eco de su gloria. El hecho que en el momento de la muerte de Jesús en la cruz el velo del templo se rasgó por el medio significó que este edificio había cesado de ser el lugar del encuentro entre Dios y el hombre en este mundo. Desde el momento de la muerte de Jesús en adelante, el nuevo y verdadero templo es su cuerpo ofrecido en sacrificio por nosotros; la destrucción material del templo de piedra, en el año 70, manifiesta ante la historia aquello que ya ha sucedido con la muerte de Jesús . Desde entonces las palabras del salmo han adquirido todo su valor: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo" (Sal 40,6; Heb 10,5). El culto ha adquirido así su nuevo y definitivo significado: rendimos gloria a Dios cuando nos convertimos en un cuerpo con Cristo, o bien una nueva existencia espiritual, en la cual ella se une totalmente a sí, con cuerpo y vida (cfr. 1Cor 6,17). Glorificamos a Dios dejándonos arrastrar en aquel acto de amor que se ha cumplido sobre la cruz. Glorificación y Alianza, culto y vida se hacen indisolublemente una sola cosa. La hora de Jesús que dura hasta el fin de los tiempos, consiste en el hecho de que él atrae hacia sí desde la cruz (cfr. Jn 21,32), de modo que nosotros nos convertimos en "uno" (Gal 3,28) con él.

En el nuevo culto que continuamente se realiza en nuestro pasaje pascual por el cual, saliendo de nosotros mismos, entramos en el espacio del Cuerpo de Cristo, mantienen su valor los elementos esenciales que caracterizaban el culto del Antiguo Testamento, pero asumen solamente aquí su pleno significado. El "templo", así lo hemos dicho, es sobre todo un lugar para la palabra de Dios. El sacerdocio, que está al servicio del Verbo Encarnado, debe por tanto hacer presente la palabra de Dios en su auténtica pureza y en su constante actualidad. Es esencial que el sacerdote de la Nueva Alianza no proponga una filosofía cualquiera de vida privada, que él mismo haya elaborado o haya leído, sino la Palabra que ha sido confiada a nuestra fidelidad y que no podemos adulterar, como dice Pablo cruda y plásticamente en la segunda carta a los Corintios (2,17). Nos encontramos aquí frente a una exigencia perentoria, con la cual tiene que contar el sacerdote; aquí sale a flote toda la largueza y toda la profundidad del significado de la educación y de la formación sacerdotal. Como sacerdote no debo difundir mis ideas personales; yo soy embajador de algún otro y sólo esto confiere importancia a mi mensaje. "En nombre, pues, de Cristo somos embajadores, como si Dios exhortase por medio de nosotros. Os rogamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios" (2Cor 5,20). Estas palabras de Pablo permanecen siendo la definición más válida de la forma y de la tarea fundamental de la existencia sacerdotal en la Iglesia de la Nueva Alianza. Debo transmitir la palabra de un otro y esto significa principalmente que debo conocerla, debo haberla comprendido y debo haberla hecho mía.

En otros términos, este anuncio exige mucho más que un comportamiento de mandadero de telegramas, que repite fielmente las palabras de otro, sin que éstas le atañan lo más mínimo. Debo, antes bien, repetir la palabra del otro en primera persona, en modo del todo personal e identificarme con ella hasta hacerla que se convierta en mía. En efecto, este anuncio no requiere un telegrafista sino un testigo. Mientras usualmente el hombre formula un pensamiento y después busca las palabras para expresarlo, aquí sucede lo contrario: la palabra lo precede. El se pone a su disposición y se consigna a ella. En este proceso, por el cual uno se introduce, se incluye, penetra y vive dentro de esta Palabra, consiste la esencia de toda formación sacerdotal. El padre Kolvenbach, en su libro de ejercicios espirituales, llama a esta subordinación del propio conocimiento a las enseñanzas de la Iglesia un sacrificium intellectus y prosigue: "Este sacrificium imprime a toda la obra espiritual... la impronta de un sacrificio en sentido propio y con esto una impronta sacerdotal... La capacidad... de anunciar no depende en primer lugar del saber, sino del inmergirse personal de parte del sacerdote en el Cuerpo de Cristo y del penetrar de nuestra comprensión en la palabra de Dios transmitida a nosotros. Como para los levitas, para los profetas y para los Apóstoles, también para los anunciadores de la palabra de Dios el proceso de aprendizaje -que no termina jamás- consiste en colocar en el primer lugar la Gloria de Dios... Un sacerdote debe dedicarse completamente a la palabra de Dios". Partiendo de aquí, el padre Kolvenbach explica la misteriosa fórmula paulina, según la cual debemos "revestirnos de Cristo"; este revestirse de Cristo consiste en el proceso de nuestra identificación con la palabra de la fe, en una fusión interior con esta Palabra, a fin de que ella se haga nuestra porque nos hemos convertido en posesión suya.

En la práctica eso significa que en el estudio de la teología las dimensiones intelectuales y espirituales son indivisibles. El hecho que en el mundo podamos acceder a la palabra de Dios, a cualquier cosa que Dios nos ha dicho y dice, representa justamente la novedad más emocionante que yo pueda imaginar; sólo que por costumbre somos demasiado insensibles para percibir la grandeza de este anuncio. He vuelto a tomar conciencia de esto recientemente leyendo un breve episodio que Helmut Thielicke trae en sus memorias. A uno de sus sermones en el Hamburger Michel habían asistido dos estudiantes de filología, quienes antes jamás habían participado en una catequesis. habían quedado particularmente sorprendidos por el Padre Nuestro recitado colectivamente al final, del cual nunca habían escuchado el texto. Puesto que todos parecían conocerlo, los dos no se atrevieron a preguntar a nadie, pero en seguida se pusieron a la búsqueda de este texto. Sus esfuerzos por encontrarlo en la Biblioteca Nacional fracasaron. No lograron encontrarlo tampoco en la biblioteca de la Facultad de Teología. El asunto se iba haciendo para ellos cada vez más enigmático, hasta que decidieron transcribir el texto del Padre Nuestro que se recitaba colectivamente el domingo durante la celebración de la mañana y que se transmitía por la radio. "Así hemos capturado el Padre Nuestro"; con estas palabras terminaba el relato de los dos a Thielicke, acerca del largo y fatigoso recorrido en la búsqueda de la oración, que concluyó después, entre otras cosas, con la conversión de ambos a la Iglesia católica. Aquí se repite, en nuestro tiempo, aquello que debió afirmar el Señor frente a la fe de los paganos: "No he encontrado fe tan grande en el pueblo de Israel" (Mt. 8,10). Experimentar la aventura de la proximidad de la palabra de Dios y en toda su emocionante belleza dedicarse con todas las propias fuerzas a ella pertenece a la esencia de la vocación sacerdotal. Por esto, ningún esfuerzo destinado a conocer la palabra de Dios puede ser excesivo para nosotros. Si vale la pena aprender italiano para poder entender a Dante en su lengua original, con mayor razón debe ser natural para nosotros aprender a leer la Sagrada Escritura en las lenguas originales. La máxima precisión del estudio histórico forma parte naturalmente de nuestro viaje hacia la palabra de Dios. El rigor racional, el rigor metodológico en el trabajo es un aspecto irrenunciable del recorrido hacia el sacerdocio. El que ama quiere conocer. El que ama no puede conocer jamás suficiente a aquél a quien dirige su amor. Conocer es una exigencia íntima del amor. Del resto, el rigor metodológico que implica la disponibilidad sistemática a abandonar las propias ideas predilectas por obediencia a lo presupuesto, es una modalidad insustituible de educación a la verdad y a la veracidad, un factor esencial del desinterés del testigo, que no se anuncia a sí mismo, sino se pone al servicio de Aquél que es más grande. Una piedad que pasa por alto este aspecto se convierte en infatuación. La edificación de la verdad es una suerte de autosatisfacción espiritual, a la cual no nos podemos abandonar.

Un estudio esmerado y riguroso dirigido a la comprensión de la Sagrada Escritura es la base de la educación al sacerdocio. Obviamente, una lectura meramente histórica de la Biblia no es suficiente. No la leamos como si leyésemos cualquier cosa que han dicho los antiguos; leámosla como palabra de Dios que El transmite, a través de hombres del pasado, a todos los tiempos como Palabra siempre nueva y presente. Encerrar la Palabra sólo en el pasado significa negar la Biblia en cuanto Biblia. En efecto, una tal interpretación exclusivamente histórica, preocupada únicamente de aquello que ha sido, lleva, por su lógica intrínseca, a la negación del canon y así a la impugnación de la Biblia en cuanto Biblia. Aceptar el canon significa con eso mismo interpretar la Palabra más allá de su momento histórico; significa percibir al pueblo de Dios como columna firme y como autor entre los mismos autores. Porque ningún pueblo es por sí mismo pueblo de Dios; la aceptación de este cometido significa, al mismo tiempo, reconocer en él y a través de él a Dios como el inspirador auténtico de su camino y de su recuerdo hecho Escritura. La exégesis se convierte en exégesis bíblica y teológica en el momento en el cual ella se coloca en esta perspectiva; la teología brota del hecho que existe el sujeto común Iglesia, y sin este sujeto ella no existe absolutamente , mientras que allí donde esto se ignora, se transforma en filosofía de la religión: la teología se descompone en una serie de disciplinas históricas, filosóficas y prácticas yuxtapuestas entre sí, así como se descompone el canon cuando no existe su sujeto portante, el cual solamente lo puede justificar como canon. Allí donde la presencia interior de este sujeto Iglesia se debilita en las almas, se realiza inevitablemente este proceso de descomposición: la desintegración del canon es la desintegración de la teología como teología en una serie de materias apenas ligadas entre sí.

Esta es la gran tentación de nuestro tiempo, en el que el sentido del misterio Iglesia se va apagando casi del todo y la Iglesia universal pasa a ser considerada, en general, sólo como una organización que puede administrar los quehaceres religiosos pero que ella misma no pertenece a la religión, la cual vive solamente en la comunidad aferrada por el entusiasmo. Por eso, la experiencia y la aceptación de la Iglesia es parte esencial del camino de formación al sacerdocio. Si durante este periodo "la Iglesia no se aviva en las almas" al final todo permanece subjetivo. La fe se convierte en una selección privada de aquello que me parece todavía actualizable; el proceso de expropiación de mí mismo y de entrega a la Palabra del otro no se verifica. Al final la Palabra permanece siendo mi palabra; no me dejo comprometer en el Cuerpo de Cristo, sino permanezco aislado en mí mismo.

Esto significa que una formación científica, completa y articulada es de hecho necesaria al sacerdote. La religión del Logos es por su misma naturaleza una religión racional, la dimensión filosófica e histórica son parte de ella así como la referencia a la praxis; todo eso puede fundirse junto sólo gracias a un centro propiamente teológico, que no puede subsistir sin la realidad de la Iglesia. Hoy, en una época de creciente especialización, me parece que la búsqueda de la unidad interna de la teología y su constitución concéntrica a partir de lo esencial tienen una prioridad urgente. Un teólogo debe poseer ciertamente una vasta cultura pero la teología debe ser capaz de aligerarse de la carga y de concentrarse sobre lo esencial. Debe estar en situación de distinguir entre conocimiento específico y conocimiento fundamental; debe ofrecer una visión orgánica del todo en el cual está integrado lo esencial. Cuando el así llamado estudio especializado conduce finalmente a un cúmulo de conocimiento específicos desligados entre sí , no ha logrado su meta. Solo en la visión de la totalidad se hacen reconocibles, también los criterios que son indispensables para el tan necesario discernimiento de los espíritus y para la independencia espiritual de aquel que anuncia. Si él no aprende a juzgar desde la totalidad queda desarmado, a merced de la moda cambiante. Esto me conduce a un otro aspecto. Siempre me ha hecho reflexionar el hecho que en la oración del Canon Romano, en la cual los sacerdotes rezan por sí mismos, aparece en su título el término "pecadores": "Nobis quoque peccatoribus". La autodefinición oficial de los clérigos delante de Dios no tiene ya nada de áulico, va a lo esencial: somos "siervos pecadores". No creo que se pueda suprimir tomándolo como retórica de la humildad. Aquí, definitivamente, se expresa la misma conciencia que hace decir a Isaías frente a la teofanía: "¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros; y mis ojos han visto al rey, el Señor de los ejércitos!" (Is 6,5); aquella misma conciencia que frente a la pesca milagrosa atemoriza a Pedro y le hace decir: "Señor, apártate de mí, porque soy un pecador" (Lc 5,8); aquella misma conciencia que en la antigua liturgia era expresada en la monición del obispo a los candidatos a la ordenación: "Con gran temor es necesario subir estos peldaños...". Es peligroso estar en continua cercanía de lo sagrado, que fácilmente se convierte en banal y habitual, hasta resultar fatal. Las palabras duras que Jesús dirige a los fariseos y a los sacerdotes se basan sobre una estructura psicológica y sociológica fundamental que vale para siempre: la costumbre hace insensibles. Pensemos en el ejemplo de los dos estudiantes y en su búsqueda del Padre Nuestro, que nos ha mostrado la sed de los paganos y nuestra ceguera. Por esto, en el pasado, la Iglesia ha sostenido siempre que no se podía estudiar teología de la misma manera como se hace para cualquier otra profesión, porque estaríamos tratando la palabra de Dios como cualquier cosa que se posee, y no es así. Moisés tenía que quitarse las sandalias delante de la zarza ardiente. Podemos decir también: quien se expone al rayo radioactivo de la palabra de Dios y más bien la trata con profesionalismo, debe estar dotado para tal exposición, de otro modo se quema. Cuán real sea este peligro se ve del hecho que quizá todas las grandes crisis de la Iglesia han estado esencialmente conexas a la decadencia del clero, para el cual la relación con lo sagrado ya no será más aquel secreto emocionante y peligroso de la abrasante cercanía del Todo Santo, sino un modo cómodo para garantizarse la subsistencia. La preparación, necesaria para poder vivir la empresa riesgosa de estar por profesión cercanos al Misterio de Dios, está bien expresada en la orden dada a Moisés de quitarse las sandalias: las sandalias, hechas con la piel de animales muertos, eran expresión de aquello que está muerto, de lo cual debemos librarnos para poder estar cercanos a Aquél que es vida. Aquello que está muerto es en primer lugar la abundancia de las cosas muertas, los bienes con los que un hombre se rodea. Seguidamente, la muerte está representada también por todas aquellas actitudes que obstaculizan el camino pascual; sólo quien se pierde se encuentra. El sacerdocio exige el abandono de la existencia "burguesa" y la aceptación estructural de la pérdida de sí mismo. El hecho que la Iglesia haya ligado celibato y sacerdocio deriva de estas consideraciones: el celibato representa el más fuerte contraste a la realización normal de la vida. Quien acepta interiormente el celibato no puede considerar el sacerdocio como una profesión cualquiera, sino de alguna manera debe renunciar a la realización de su proyecto personal, dejarse ceñir y conducir por otro adonde en realidad no quería ir. Antes de tomar una decisión de tal género es necesario escuchar y meditar la palabra del Señor: "¿Quién de entre vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos y mira si tiene para acabarla?" (Lc 14,28). Ninguno puede decidir por sí mismo dedicar la propia vida al sacerdocio. Interrogarse seriamente si con esta decisión respondo a la llamada del Señor o si sólo intento realizarme a mí mismo, ésta es la condición de base. Y a lo largo de todo el camino permanece la condición de mantener con él una relación viva. Cuando apartamos la mirada de él, inevitablemente sucede aquello que le sucedió a Pedro que va al encuentro de Jesús sobre las aguas. Sólo la mirada del Señor puede vencer la fuerza de la gravedad y lo puede hacer realmente. Nosotros permanecemos siempre pecadores, pero si él nos sostiene las aguas profundas pierden su peligrosidad.

Al respecto quisiera aún referirme al Nobis quoque, la oración por los sacerdotes del Canon Romano. Ella invoca para los sacerdotes a los guías y a los intercesores, a la cabeza de los cuales está Juan Bautista y, guiados por él, dos grupos de siete santos: siete hombres, todos mártires, y siete mujeres y vírgenes. Ellos personifican los diversos ámbitos geográficos de la Iglesia y las diversas vocaciones en ella, todo el santo pueblo de Dios . El sacerdote es nuevamente llamado a considerar el apoyo que recibe de los santos y de toda la comunidad viva de los fieles. A mí me parece particularmente significativo el hecho que el Canon Romano mencione los nombres de las santas mujeres precisamente en la oración por los sacerdotes. El celibato del sacerdote no tiene nada que hacer con la misoginia y no significa tampoco ausencia de relaciones con las mujeres. La maduración interior de un sacerdote depende esencialmente también de su capacidad de establecer una relación conveniente con las mujeres; él tiene necesidad del apoyo de religiosas, de vírgenes, de trabajadoras, de viudas, que reconocen su quehacer particular y lo acompañan a él con solicitud y con pura y desinteresada bondad femenina.
Palabra y Sacramento, el lugar del culto

Nuestras reflexiones se mueven siempre dentro del marco de la idea que debemos ser edificados en templo vivo. Al templo pertenece el servicio de Dios, pertenece el sacrificio - así se dice en la primera carta de san Pedro. En cuanto cristianos, creemos en el Verbo encarnado. Por esto, el servicio sacerdotal debe ir más allá que el mero predicar, más allá que la mera interpretación de la Biblia: aquello que se ha hecho visible en la palabra es transferido en los sacramentos, como dice san León Magno. La palabra de la fe es esencialmente palabra sacramental. La formación al sacerdocio, por consiguiente, debe ser, según la naturaleza de éste, preparación a la administración de los sacramentos, a la liturgia sacramental de la Iglesia. No quisiera explayarme una vez más en largas reflexiones para explicar el significado de esto, tanto más que todo lo que hasta ahora hemos tratado ya había sido pensado tácitamente en una óptica sacramental. Una cosa resulta clara: la eucaristía cotidiana debe ser el corazón de toda formación sacerdotal. La capilla debe constituir el centro del seminario y la proximidad eucarística debe continuar y profundizarse en adoración personal del Señor presente. El sacramento de la penitencia debe ser siempre, por así decirlo, el carbón ardiente de la purificación del que habla el profeta Isaías en su visión vocacional (Is 6,6); debe ser la fuerza de la reconciliación a través de la cual el Señor nos lleva incesantemente del ser uno contra el otro, en sus más diversas formas, a ser uno con el otro.

De la liturgia forman parte tanto el silencio como la solemnidad. Si reflexiono sobre los años transcurridos en el seminario, los más bellos recuerdos que he conservado son los de aquellos momentos de la misa matinal, con su frescura y su pureza, y los de las celebraciones más solemnes, espléndidas y gozosas. La liturgia es bella precisamente por el hecho que nosotros no somos sus actores, sino que entramos en aquello que es más grande, que se comprende y se abraza. Una vez más quisiera recordar el Canon Romano: en el Communicantes se invocan los nombres de 24 santos, en correspondencia implícita a los 24 ancianos que, según la imagen del Apocalipsis, circundan en la liturgia del delo el trono de Dios . Toda liturgia es liturgia cósmica, es salir de nuestros míseros agrupamientos para entrar en la gran comunión que comprende el delo y la tierra. Esto le concede su amplitud, su inmenso aliento. Esto hace de cada liturgia una fiesta. Esto hace rico nuestro silencio y nos impulsa al mismo tiempo a buscar aquella obediencia creadora que nos da la capacidad de unirnos al coro de la eternidad.

"Culto" tiene relación con cultura; esto se hace aquí evidente. La cultura sin el culto pierde su alma. El culto sin cultura desconoce la propia dignidad. Si la formación sacerdotal es esencialmente, en su núcleo, formación litúrgica, entonces un seminario debe ser también el lugar de una formación cultural que se extienda en muchos campos. Música, literatura, arte figurativo, gozo por la naturaleza, todo forma parte de la misma. Los dones son diversos y la cosa más bella es que ellos, numerosos y variados, pueden reunirse en el seminario en un todo unitario. Ninguno es capaz de todo, pero nadie puede prescindir de su capacidad de crear. La liturgia es un entrar en contacto con lo bello en sí, con el Amor eterno. De ella debe irradiarse la alegría en la casa, en ella se pueden transformar y superar los afanes cotidianos. Allí donde la liturgia se convierte en el centro de la vida, nos encontramos en el ámbito de la palabra del Apóstol: "Alégrense en el Señor en todo tiempo. Les repito, alégrense... El Señor está cerca" (Fil 4,4). A partir del centro de la liturgia, sólo a partir de allí, se comprende qué cosa quiere decir san Pablo, cuando define al apóstol, el sacerdote de la Nueva Alianza, como "colaborador de vuestro gozo" (2Cor 1,23).

Cuando era joven escuchaba todavía expresar a la gente del campo la opinión según la cual la preparación al sacerdocio consiste esencialmente en aprender a celebrar la misa. Se preguntaban por qué esta preparación tenía que ser tan larga, aún cuando sabían que era necesario aprender latín y que eso no era cosa fácil. Bien entendido, en efecto, se podría decir que en el fondo en la preparación al sacerdocio se trata de aprender a celebrar la eucaristía. Pero, viceversa se puede decir también: la eucaristía existe para enseñarnos la vida. La escuela de la eucaristía es la escuela de la vida recta; nos lleva a la enseñanza de aquél que sólo podía decir de sí mismo: ,Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). La meta de la eucaristía que inspira temor consiste en el hecho de que el sacerdote puede hablar a través del yo de Cristo. Hacerse sacerdote y ser sacerdote es un continuo acercarse a esta identificación. En ella no alcanzamos jamás el acabamiento, pero si lo buscamos nos hallamos sobre la vía conveniente: sobre la vía hacia Dios y hacia el hombre, sobre la vía del amor. Es esta la medida con la cual debe ser mensurada toda formación al sacerdocio.

Intervenciones de los Padres en el Concilio Vaticano II y en los Sínodos de Obispos entre 1971 y 1990. Celibato E Magistero. Lima; ed. Conferencia Episcopal Peruana.

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