FRASES PARA SACERDOTES

"Cuando rezamos el Santo Rosario y nos unimos a María, estamos viviendo lo que es la familia porque cuando los hijos se reúnen con La Madre y juntos le oran a Dios, es la familia orando unida". DE: Marino Restrepo.
Papa Francisco a los sacerdotes que llevan "doble vida"

MAGISTERIO SOBRE EL CELIBATO: Celibato en la Iglesia Latina.



La ley del celibato sacerdotal en la Iglesia Latina. Compendio histórico


P. Christian Cochini, sj.

Para hacerse una idea concreta del celibato sacerdotal en los orígenes de la Iglesia, sería necesario poder entrevistar a algunas de las grandes figuras de sacerdotes o de obispos casados de los primeros siglos y preguntarles a ellos cómo han vivido su matrimonio después de la ordenación. Un Félix III, por ejemplo, Papa del 483 al 492, esposo de una cierta Petronia, de la cual había tenido al menos dos hijos, y que tendrá por bisnieto al ilustre Gregorio el Grande. O más aún, al Papa Ormisdas, en el siglo VI, cuyo hijo Silverio se convertirá, a su vez, en sucesor del trono de Pedro. Entre los obispos, Gregorio el Iluminador, primer catholicos armeno (+ ca. 328), que, casándose cuando era joven, había tenido dos hijos: el menor Aristakes, que le sucederá inmediatamente, y el mayor Verthanes, que, sucediendo al menor, será el tercer catholicos de la dinastía gregoriana. En Galia un Eucherio de Lión (+ ca. 449), esposo de Galla y padre de dos futuros obispos, Salonio de Ginebra y Verano de Vence. En Italia san Paulino de Nola (+ 431), que de su esposa Terasia había tenido un hijo fallecido a temprana edad. Y en Irlanda, un sacerdote de nombre Potitus, que la historia habría olvidado hace ya mucho tiempo si no hubiese sido el abuelo de san Patricio. Sería larga la lista de todos aquellos cuyo testimonio habría sido muy útil para revelarnos como fueron las cosas y el por qué.


En los orígenes de la ley

Pero si es imposible interrogar las voces que ahora callan, tenemos en cambio, un cierto número de textos que nos informan de manera clara. A partir del siglo IV, en efecto, una legislación escrita toma nota de dos obligaciones complementarias: no sólo el matrimonio está prohibido después de la admisión a los grados superiores del clericato, sino el mismo uso del matrimonio está prohibido a los miembros del clero superior que podían haber estado casados antes de su ordenación. Para facilitar tal distinción con una terminología apropiada, convengamos en llamar a la primera de estas obligaciones ""ley del celibato en sentido estricto" y a la segunda ""ley del celibato-continencia".

Se sabe bien que, en orden de tiempo, el primero de los concilios de la Iglesia universal en exigir la continencia perfecta de los clérigos casados, es el Concilio de Elvira, al inicio del siglo IV, del cual el Papa Pío XI dirá un día que él presupone una prehistoria y "no hace otra cosa que reforzar y unirse a una cierta exigencia, por así decirlo, que tiene su origen en el Evangelio y en la predicación de los Apóstoles". Regresaremos sobre el tema.

En primer lugar, será conveniente tomar conocimiento de los numerosos documentos públicos que, desde aquella época, hacen remontarse la disciplina del "celibato-continencia" a los tiempos apostólicos. En orden cronológico éstos son:

La decretal Directa, del 10 de febrero de 385, enviada por el Papa Siricio al obispo español Himerio, Metropolita del área de Tarragona.

La decretal Cum in unum, enviada por Siricio a los episcopados de diversas provincias para comunicarles las decisiones tornadas en enero de 386 en Roma por un Concilio de 80 obispos.
La decretal Dominas inter, en respuesta a algunas preguntas de los obispos de Galia.
El canon 2 del Concilio celebrado en Cartago, en junio de 390.

La decretal Directa es una respuesta del Papa Siricio a una consulta hecha a su predecesor Dámaso por el obispo español Himerio acerca de la continencia de los clérigos. A las noticias dolorosas que le llegaban desde España acerca del estado del clero, el jefe de la Iglesia reacciona con un llamado al deber de la continencia perfecta, cuyo principio está contenido en el Evangelio de Cristo, y añade: .,Es por la ley indisoluble de estas decisiones que todos nosotros, sacerdotes y diáconos, nos encontramos atados desde el día de nuestra ordenación (y obligados) a poner nuestro corazón y nuestro cuerpo al servicio de la sobriedad y de la pureza ...".

Un año después, en 386, Siricio envía a diversos episcopados la decretal Cuni in ununt para comunicarles las decisiones tomadas en Roma por un Concilio de 80 obispos. El documento insiste sobre la fidelidad a las tradiciones procedentes de los Apóstoles, ya que ""no se trata de ordenar nuevos preceptos, sino de hacer observar aquellos que a causa de la apatía y de la indolencia de algunos han sido descuidados, Entre estas diversas cosas "establecidas por una constitución apostólica y por una constitución de padres" se encuentra también la obligación a la continencia para los clérigos superiores.

Una tercera decretal -la Dominus inter- es una respuesta de Siricio (o quizá de Dámaso) a una serie de preguntas enviadas por los obispos de Galia. El Papa anuncia ante todo que retomará en orden las preguntas hechas haciendo conocer las tradiciones" (singulis itaque propositionibus sito ordine reddendae sunt traditiones) y en este contexto habla también de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos, respecto a los cuales dice expresamente: "No sólo nosotros, sino también la Escritura divina hacen del ser casto una obligación".

Estas tres decretales son de una importancia fundamental para la historia de los orígenes del celibato de los clérigos. Ellas presuponen como cosa normal y legítima, la ordenación de numerosos hombres casados. Estos últimos, a partir del diaconado, no están menos obligados a la continencia perfecta con sus esposas, en caso que ellas estén todavía en este mundo, y la infracción a esta disciplina, frecuente en aquel tiempo en algunas provincias lejanas de Roma, como España y Galia, se censura en cuanto contraria a la tradición apostólica. Los impugnadores de estas regiones invocan el Antiguo Testamento como apoyo a su causa, pero la continencia temporal de los levitas de Israel prueba que a fortiori los sacerdotes de la Nueva Alianza deben observar una continencia perpetua. Una. objeción sacada de la carta de san Pablo les parece decisiva a algunos: ¿acaso el Apóstol no ha solicitado que el obispo, el presbítero o el diácono sea "el hombre de una sola mujer" (unius uxoris vir) autorizando de tal modo la elección de candidatos casados? Sin duda, responde Siricio, pero esta consigna ha sido dada propter continentiam .futuram, en vista de la continencia que estos hombres casa dos debían haber practicado desde el día de su ordenación. Si ellos deben ser los hombres de una sola mujer, es porque la experiencia de fidelidad a la propia esposa representa una garantía de castidad para el futuro. Esta exégesis de 1Tim 3,2 y Tt 1,6 se olvida generalmente en nuestros días; ella es, sin embargo, una piedra angular de la argumentación de Siricio y de numerosos escritores patrísticos para fundamentar la disciplina del "celibato-continencia" con las Escrituras.

Si se quiere apreciar adecuadamente la importancia de estas tres decretales, no hay que olvidar que la Iglesia de Roma ha gozado muy pronto de una posición absolutamente única como testigo de la Tradición procedente de los Apóstoles. San Ireneo lo ha expresado con una fórmula inolvidable: "Con esta Iglesia, en consideración de su origen excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, vale decir, los fieles de todo lugar; en ella, a beneficio de esta gente de todo lugar, ha sido siempre conservada la Tradición que viene de los Apóstoles". Admitir esta posición privilegiada de la Sede "apostólica", significa al mismo tiempo reconocer que los Pontífices romanos de fines del siglo IV se han hecho garantes en nombre de toda la Iglesia de una tradición de "celibato-continencia" para el clero superior que se remonta a los Apóstoles, y han conservado en esta afirmación toda su credibilidad.

Las cartas decretales que apenas hemos visto no son de ningún modo los únicos documentos que atestiguan la antigüedad de la continencia perfecta de los clérigos casados. En la misma época, el 16 de junio de 390, un Concilio en Cartago votaba un canon con el texto siguiente:

Epigone, obispo de Bulla la Real dice: "En un Concilio precedente, se ha discutido acerca de la regla de la continencia y de la castidad. Que se enteren pues (ahora) con más energía los tres órdenes que, en virtud de su consagración, están vinculados por la misma obligación a la castidad, quiero decir, el obispo, el sacerdote y el diácono, y que se les enseñe a ellos a conservar la pureza".

El obispo Genethlius dice: "Como habíamos dicho anteriormente, es oportuno que los santos obispos y sacerdotes de Dios, así como los levitas, o sea aquellos que están al servicio de los sacramentos divinos, observen continencia perfecta, a fin de poder obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios; aquello que enseñaron los Apóstoles y aquello que la misma antigüedad ha observado, veamos nosotros mismos el modo de atenernos a ello".

En unanimidad, los obispos han declarado: "Se ha admitido con agrado el hecho que el obispo, el sacerdote y el diácono, guardianes de la pureza, se abstengan de sus esposas, a fin de que aquellos que están al servicio del altar conserven una castidad perfecta".

Este canon confirma indirectamente, a su vez, la presencia de numerosos hombres casados en las filas del clero. Los sujetos de la ley son los diáconos, los sacerdotes y los obispos, a saber, los miembros de las tres órdenes superiores del clericato a las cuales se accede mediante consagraciones. Estas últimas colocan al hombre aparte, para el desarrollo de las funciones que conciernen a lo divino. El servicio de la eucaristía es aquí el fundamento específico de la continencia exigida a los ministros. A esto se añade un segundo motivo que evidencia la finalidad de la obligación: "A fin de que puedan obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios" (quo possint simpliciter quod a Deo postulant impetrare). Aquel que está al servicio de los misterios cristianos es un mediador entre Dios y los hombres y, en cuanto tal, debe asegurarse las condiciones necesarias para una oración de intercesión eficaz. Sin la castidad el ministro estaría privado de una cualidad esencial en el momento de presentar a Dios el pedido de sus hermanos y se privaría en cierto sentido de la libertad de palabra. Con ella, en cambio, entra en relaciones muy "sencillas" con el Señor, relaciones que son una garantía de que su pedido sea escuchado. El mejor comentario sobre este canon lo ha hecho el gran canonista bizantino del siglo XII, Juan Zonaras: "Estos son, en efecto, intercesores entre Dios y los hombres, que, instaurando un vínculo entre la divinidad y el resto de los fieles, piden para todo el mundo la salvación y la paz. Por eso, si ellos se ejercitan, como dice el canon, en la práctica de todas las virtudes y dialogan así con toda confianza con Dios, obtendrán sin dificultad aquello que han pedido. Pero si estos mismos hombres se privan, por su culpa, de la libertad de palabra, ¿en qué modo podrán desvincularse de su oficio de intercesores por los otros?" .

Es importante esta motivación teológica inspirada directamente en la carta a los Hebreos, que ve en el ministro de la eucaristía un mediador al servicio de los hombres, llamado en cuanto tal a una santidad de vida caracterizada por la castidad perfecta. Ella coloca en una perspectiva adecuada las otras razones adoptadas en aquella época para justificar el celibato-continencia y en modo particular la "pureza" requerida a aquellos que están al servicio del altar, servicio que consiste particularmente en el ejercicio privilegiado de la mediación sacerdotal .

Por esta clara referencia a "aquello que enseñaban los Apóstoles y [a] aquello que la antigüedad misma ha observado, el Concilio de Cartago tiene un gran peso en la historia de los orígenes del celibato sacerdotal. Que no se trata aquí de una afirmación hecha a la ligera, de una especie de estereotipo mediante el cual los africanos habrían querido revestir una ley difícil de una falsa autoridad, es prueba suficiente la fidelidad del África cristiana a sus tradiciones y a la Tradición universal de la Iglesia. El caso de Apiario de Sicca, en particular, es esclarecedor. Este sacerdote de la provincia proconsular, excomulgado por su obispo, fue rehabilitado por el Papa Zósimo que había hecho valer a su favor supuestos cánones del Concilio de Nicea. Los obispos africanos que poseían en sus archivos las actas auténticas del primer Concilio ecuménico, impugnaron por no haber encontrado allí aquellas decisiones que se querían contraponer a las suyas. Por otro lado, ellos buscaron en Alejandría y en Constantinopla otros verissima exemplaria del Concilio de Nicea, que confirmaban los suyos. Se descubrió finalmente que los cánones controvertidos invocados por Roma no eran de Nicea, sino de un Concilio particular que se desarrolló en Sárdica, y el Papa dio la razón a los africanos. No se puede encontrar un ejemplo más grande de fidelidad a la Tradición que aquel que la Iglesia de África ha ofrecido en esta ocasión. Afirmar una cosa contraria a la autoridad incontestable del Concilio de Nicea es totalmente impensable de parte de ellos. Al declarar que la disciplina del "celibato-continencia" se remonta a los Apóstoles, no se contentaron con avalar las cartas romanas, sino garantizaron en nombre de su propia tradición, en completo acuerdo con los cánones de Nicea, que tal era precisamente la realidad de la historia.

No sólo los pocos Padres reunidos en Cartago en 390, sino la totalidad del episcopado africano, hasta la invasión musulmana del siglo VII admiten esta convicción. Y es así que en mayo de 419, un Concilio general de la Iglesia africana en el cual participaron 217 obispos (entre ellos san Agustín), promulgó nuevamente el canon que hemos leído, al cual fue dada la aprobación oficial de Roma por intermedio del delegado Faustino.

Se explica así como el decreto de Cartago, en el curso de la historia, ha servido de referencia en varias ocasiones, para verificar o consolidar el vínculo tradicional del celibatoo con la "enseñanza de los Apóstoles". Los primeros en recurrir a él oficialmente fueron los Padres bizantinos del Concilio Quinisexto en Trullo de 692, del cual volveremos a hablar pronto. En el siglo XI, los promotores de la reforma gregoriana retomaron más de una vez un argumento histórico que ellos juzgan fundamental.

San Raimundo de Peñafort, el autor de los Decretal di Gregorio IX, en el siglo XIII, está también convencido del origen apostólico del celibato, especialmente por el canon de Cartago.

En el Concilio de Trento, los expertos de la comisión teológica encargada de estudiar las tesis luteranas sobre el matrimonio de los clérigos lo introdujeron en sus informes. Pío IV, por su lado, piensa no poder hacer mejor cosa que citarlo para explicar a los príncipes alemanes su rechazo a renunciar a la ley del celibato. En seguida, numerosos teólogos e historiadores del periodo post-tridentino lo mencionan en sus estudios . En el "siglo de las luces" el jesuita F.A. Zaccaria, basa entre otros, también sobre este texto una investigación profunda que se remonta al origen apostólico del celibato de los clérigos . Lo mismo hace el continuador del P. Bollando de Amberes Jean Stiltinck . Agustín de Roskovany y Gustavo Bickell, en el siglo XI, recurrirán en su oportunidad al documento africano del año 390 para sostener las mismas conclusiones . Todos están íntimamente persuadidos que sea legítimo y necesario pasar por Cartago para proceder son seguridad en la búsqueda histórica del origen de la disciplina del celibato sacerdotal. Y veremos también a Pío XI, en los tiempos modernos, hacernos todavía una autorizada referencia en la Encíclica Ad catholici sacerdotii fastigium, del 20 de diciembre de 1935.

En esta óptica se puede comprender mejor por qué Pío XI, precisamente, no había dudado en decir que el Concilio de Elvira, lejos de ser un principio absoluto en la historia de la disciplina del celibato, demuestra "que el asunto estaba sin duda desde hace mucho tiempo en las costumbres" y que la ley española tenía su principio en el Evangelio y en la enseñanza de los Apóstoles. Leamos nuevamente este texto: "Ha parecido bien prohibir en modo absoluto a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos, a saber (también) a todos los clérigos comprometidos en el ministerio, tener relaciones (conyugales) con sus esposas y procrear hijos; si alguno lo hace que sea excluido del clericato".

Un examen atento del documento muestra claramente una pre-historia, contrariamente a aquello que se han apresurado en afirmar los historiadores que querían encontrar la prueba de un origen tardío de la disciplina del celibato-continencia . En efecto, nada se dice sobre la libertad de servirse del matrimonio que habrían tenido hasta ahora los clérigos casados. Ahora bien, en la reflexión sobre la naturaleza de las exigencias impuestas, el silencio de los legisladores en este punto se comprende más fácilmente en el caso en que ellos repitan y confirmen una práctica ya en vigor antes que en el caso contrario. No se impone bruscamente a dos esposos la ruda ascesis de la continencia perfecta, sin decir por qué eso que hasta ahora estaba permitido se prohíbe de improviso. Sobre todo, como en este caso, si se preveen penas canónicas para los contraventores. En cambio, si se trata de remediar las infracciones de una regla ya antigua, se comprende que los obispos españoles no hayan sentido la necesidad de justificar una medida tan severa . Suponiendo también que el decreto de Elvira sea el primero cronológicamente hablando, esto no significa que la práctica anterior de la Iglesia haya sido diferente. Numerosísimos puntos concernientes a la doctrina y a la disciplina no han sido al inicio objeto de una explicación. Es tan sólo con el correr del tiempo, y bajo la presión de circunstancias inéditas, que las verdades de la fe inicialmente admitidas por todos fueron objeto de definiciones dogmáticas y que las tradiciones observadas desde los orígenes de la Iglesia asumieron una forma canónica. Este principio clarísimo de la metodología general sobre la formación de las normas jurídicas de la Iglesia puede aclarar correctamente la historia precedente al Concilio de Elvira.

El primer Concilio ecuménico que se tiene en Nicea en 325 para expresar un juicio sobre el arrianismo, votó una lista de veinte cánones disciplinarios. El tercero de estos cánones titulado "Mujeres que conviven con los clérigos", trata un argumento que examina la historia del celibato eclesiástico: "El gran Concilio ha prohibido absolutamente a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos, y en pocas palabras a todos los miembros del clero, tener consigo una mujer introducida con él para el servicio, a menos que se trate de una madre, una hermana, una tía o en fin sólo aquella persona que se sustrae a cualquier sospecha".

Obsérvese que el Concilio no menciona la esposa entre las mujeres que los miembros del clero están autorizados a admitir bajo el mismo techo, lo que es quizá una señal indicadora que la decisión de Nicea sobrentiende la disciplina de la continencia perfecta. Eso es todavía más plausible si se piensa que los obispos nombrados en primer lugar, han estado siempre sometidos a la ley del celibato-continencia, ya sea en Oriente o en Occidente, sin ninguna excepción. Otro indicio es que el tercer canon de Nicea ha sido permanentemente interpretado de la misma manera por los Papas y por los concilios particulares: colocar a los obispos, los sacerdotes y los diáconos, obligados a la continencia perfecta, al abrigo de las tentaciones femeninas y asegurar su reputación. Cuando mencionan el caso de la esposa, es generalmente para autorizarla a vivir con el marido ordenado, pero con la condición que también ella haya hecho voto de continencia. En este caso ella reingresa a la categoría de mujeres "que se sustraen a cualquier sospecha".

Es necesario detenerse un instante en un episodio que, según el historiador griego Sócrates, habría ocurrido durante el Concilio de Nicea y en el cual algunas personas sin espíritu crítico continúan creyendo aún hoy.

Según tal narración, los padres del Sínodo habrían querido prohibir a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos tener relaciones con sus esposas; sobre este argumento, un padre por nombre Pafnuzio, obispo de la Alta Tebaida, habría intervenido animadamente para disuadir a la asamblea a votar una ley similar, del todo nueva aseguraba, y que habría acarreado daño a la Iglesia. Por lo cual el Concilio habría abandonado el proyecto y dejado a cada uno libre de actuar como quisiera.

La primera pregunta que se plantea el historiador moderno respecto a este episodio es aquella de su proveniencia. ""¿De dónde viene? ¿Quién es su autor? ¿Cuál es su fecha?". A ninguna de estas preguntas es posible encontrar una respuesta satisfactoria. Sócrates, que concluye su Historia Eclesiástica alrededor del año 440, es decir, más de den años después del primer Concilio ecuménico, es el primero (y prácticamente el único) que menciona esta anécdota; él, normalmente ávido de referencias, no cita aquí ninguna fuente, a pesar de tratarse de un hecho muy importante. Basta mucho menos, en general, para suscitar la desconfianza justificada de los críticos.

A esta narración tardía se opone por otra parte el testimonio de numerosos representantes de la época post-nicena. Para todo el período que va del 325 al 440, se busca inútilmente, en la inmensa literatura patrística, una referencia a la intervención de Pafnuzio. Sin embargo no faltan las personas que deberían haber sabido y deberían haber tenido todo el interés de hablar. Además, vemos personalidades bien informadas sobre el Concilio de Nicea y sobre la vida de la Iglesia, y cuya sinceridad no puede ser puesta en duda a priori, no sólo ignorar este episodio, sino también atestiguar la gran antigüedad de la disciplina celibato-continencia, mostrando siempre un respeto incondicional por el primer Concilio ecuménico que a sus ojos era la regla fundamental. Es en particular el caso de Ambrosio, Esteban, Jerónimo, Siricio e Inocencio I. Es también y sobre todo, el caso del episcopado africano, en la época de san Agustín: con la voluntad de actuar en plena conformidad con las decisiones de Nicea, como hemos visto, ellos votan y transfieren de Sínodo en Sínodo un decreto sobre la continencia perfecta de los clérigos, afirmando que se trata de una decisión proveniente de los Apóstoles. No podemos imaginar un desmentido más claro respecto a la veracidad de la historia de Pafnuzio.

Otro argumento importante de crítica externa ha sido desarrollado recientemente; éste pretende demostrar de modo decisivo que el personaje de Pafnuzio puesto de relieve en el relato de Sócrates es "el producto de una progresiva fabulización hagiográfica". Eso ha sido afirmado en 1968 por el profesor F. Winkelmann, partiendo de la constatación que el nombre de Pafnuzio no figura entre aquellos obispos firmantes del Concilio de Nicea en las mejores listas de firmas que nos han llegado. Estas conclusiones del profesor Winkelmann son hoy generalmente bien acogidas en los ambientes científicos.

Además es necesario observar que, contrariamente a aquello que se ha sostenido algunas veces, la anécdota de Sócrates no está absolutamente en armonía con la práctica de la Iglesia griega respecto al matrimonio de los clérigos. Ningún Concilio precedente al de Nicea ha autorizado jamás a los obispos y sacerdotes a contraer matrimonio, ni a servirse del matrimonio que podrían haber contraído antes de su ordenación. El Concilio Quinisexto que fijará de modo definitivo la legislación bizantina respetará estrictamente la ley de la continencia perfecta para el obispo, mientras los otros miembros del clero superior, autorizados a vivir con su esposa, estarán obligados a la continencia temporal. No es sorprendente, por tanto, dadas estas condiciones, que el Concilio de 691, citando entre otros el tercer canon de Nicea, no haga ninguna referencia a las decisiones que los padres del año 325 habrían tomado acerca de la propuesta de Pafnuzio, dado que esta decisión dejaba a los obispos libres para servirse del matrimonio, con el mismo derecho de los sacerdotes y de los diáconos, y no pretendía de ninguno de ellos una continencia temporal. La historia de Pafnuzio está en tan poca armonía con la disciplina oriental que los bizantinos han continuado ignorándola -o descartándola en cuanto legendaria- aún por largo tiempo después de finales del siglo VII. En la polémica que en el siglo XI opuso al hermano Nicetas Pectoratus y a los latinos, la cuestión del celibato ocupa un lugar importante. Sin embargo, a Pafnuzio no se le menciona . El mismo silencio, aún más digno de resaltar, se vuelve a encontrar en los grandes comentarios del Syntagma canonum (compuesto en Bizancio en el siglo XII) de los canonistas Aristene, Zonaras y Balsamon, "cuyas decisiones han sido leyes por largo tiempo y continúan siendo tomadas en consideración" . También cuando comentan el decimotercer canon del Concilio Trulano, mediante el cual, afirman, se ha querido corregir "quod ea de causa fit in Romana Ecclesia", los tres eruditos bizantinos no hablan de la historia de Pafnuzio en el Concilio de Nicea.

Los críticos hoy refutan casi unánimemente por falso el episodio reportado por Sócrates en la forma en la que nosotros lo conocemos, y es necesario complacerse de este progreso de la ciencia histórica.
El testimonio de los Padres del siglo IV

Al lado de los documentos públicos emanados de los Pontífices y de las asambleas conciliares, también los escritores patrísticos aportan un importante testimonio. El fascículo de los textos de los Padres de la Iglesia concernientes a la disciplina del celibato en los primeros siglos se ha constituido progresivamente desde la época del Concilio de Trento, y ha sido objeto de un examen crítico más profundo en la época moderna. Es necesario, en efecto, descartar las partes no atendibles y que tienen sólo una lejana relación con el argumento, e interpretar con la ayuda de la filología aquellas que presentan una ambigüedad, permaneciendo atentos al contexto histórico general del periodo. Recordemos aquí cuatro de los testimonios más significativos:

San Epifanio de Salamina (ca. 315-403), obispo de Chipre, en su Panarion, refuta a los montanistas que desacreditan el matrimonio; nada más contrario a la intención del Señor que, en efecto, ha elegido a sus Apóstoles no sólo entre vírgenes sino también entre monógamos. Sin embargo, añade Epifanio, estos Apóstoles casados practicaron de inmediato la continencia perfecta y siguiendo la línea de conducta que Jesús, norma de la verdad, les había trazado, fijaron a su vez la norma eclesiástica del sacerdocio. Además ellos reconocen que en algunas regiones hay clérigos que continúan teniendo hijos, pero eso no está conforme a los verdaderos cánones eclesiásticos. En el Panarion, se puede leer aún una alusión muy clara a la disciplina general de la época: "... en carencia de vírgenes (el sacerdocio se recluta) entre los religiosos; si no hay religiosos en número suficiente para el ministerio (se recluta) entre los esposos que practican la continencia con su esposa, o entre los viudos ex-monógamos; pero en ella (la Iglesia) no está permitido admitir al sacerdocio al hombre que se haya vuelto a casar; aún si él observa la continencia o si es viudo (queda descartado) del orden de los obispos, de los sacerdotes, de los diáconos y de los subdiáconos".

El Ambrosiaster (ca. 366-384) trata en dos oportunidades la continencia de los clérigos. En un comentario de la primera carta a Timoteo , desarrolla una argumentación similar a aquella de Siricio y que volveremos a encontrar en Ambrosio y Jerónimo; pidiendo que el futuro diácono, o el futuro obispo, sea unius uxoris vir, el Apóstol no le ha reconocido sin embargo la libertad de las relaciones conyugales; al contrario "que ellos sepan bien que podrán obtener aquello que piden a condición de que de ahora en adelante no se sirvan más del matrimonio". La misma idea está expresada en las Quaestiones Veteris et Novi Testamenti. Es necesario citar, en este segundo texto, un pasaje que muestra con claridad cuál era el pensamiento teológico del autor y de los Padres en su conjunto, acerca de la jerarquía de valores entre la continencia perfecta de los ministros de Cristo y el matrimonio cristiano.

Se dirá quizá: si está permitido y es bueno casarse, ¿por qué no está permitido a los sacerdotes tomar una mujer? Dicho con otras palabras, ¿por qué los hombres que han sido ordenados ya no pueden unirse (a una esposa)? En efecto, existen cosas que no están permitidas a nadie, sin excepción alguna; pero hay de otro lado algunas que están permitidas a unos pero no a los otros, y hay algunas cosas que están permitidas en ciertos momentos pero no en otros... Y es por esto que el sacerdote de Dios debe ser más puro que los otros; en efecto, él pasa por su representante personal, es efectivamente su vicario; de modo que aquello que está permitido a los otros no lo está a él... Debe ser tanto más puro porque santas son las cosas de su ministerio. En efecto, comparadas con la luz de la lámpara, las tinieblas no son sólo oscuras, sino también sórdidas; comparada con las estrellas, la luz de la lámpara sólo es bruma, mientras que comparadas con el sol, las estrellas son oscuras, y comparado a la luminosidad de Dios, el sol no es sino una noche. De la misma manera, las cosas que, respecto a nosotros son lícitas y puras, se convierten en ilícitas e impuras respecto a la dignidad de Dios; en efecto, por muy buenas que ellas sean, no se avienen a la persona de Dios. Es por esto que los sacerdotes de Dios deben ser más puros que los otros, dado que ocupan el lugar de Cristo... .

Este texto testimonia una visión sana de la sensualidad ennoblecida por el Creador, que contrasta con el pesimismo maniqueo y con la desconfianza... de "la obra de la carne". Las exigencias del sacerdocio son excepcionales, porque están basadas sobre el carácter excepcional de sus funciones. Ministro de Cristo, del cual "ocupa diariamente su lugar, está consagrado "a la causa de Dios" y debe poder acudir a la oración y a su ministerio de modo constante. La antropología subyacente, de inspiración paulina, está completamente dominada por un profundo sentido de la trascendencia de Dios.

San Ambrosio de Milán (ca. 333-397) comenta también el unius uxoris vir de san Pablo del mismo modo que Siricio: "No debe procrear hijos durante (su carrera) sacerdotal aquél al cual lo invita la autoridad apostólica; (el Apóstol) ha hablado efectivamente de un hombre que (ya) tiene hijos, y no de cualquiera que procrea (otros) o que contrae un nuevo matrimonio".

En otro texto responde a la objeción hecha por los levitas del Antiguo Testamento, justificando como sus contemporáneos, con un a fortiori la continencia perfecta requerida de los sacerdotes de la Nueva Alianza.

San Jerónimo (ca. 347-419) ha vuelto repetidas veces sobre el problema de la continencia de los clérigos.

Es sobre todo la polémica contra los detractores de la castidad sacerdotal Joviniano y Vigilancio, la que ha proporcionado reflexiones particularmente importantes. En el Adversus Jovinianum, él comenta a su vez el unius uxoris vir de la primera carta a Titnoteo, siguiendo la misma línea de Siricio; se trata de un hombre que ha podido tener hijos antes de su ordenación, y no de alguno que continúa procreando . La carta a Pammachio, de parte suya, evidencia el vínculo de dependencia entre la continencia de los clérigos y aquella de Cristo y de su Madre: "El Cristo virgen y la Virgen María han representado para ambos sexos los inicios de la virginidad; los Apóstoles fueron o vírgenes o castos después del matrimonio. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos son elegidos vírgenes o viudos; en cualquier caso, una vez recibido el sacerdocio, ellos observan la perfecta continencia" .

La Adversus Vigilantium, en conclusión, es justamente célebre por la referencia a las vastas regiones del imperio: "¿Qué harían las Iglesias de Oriente? ¿Qué harían aquellas de Egipto y de la Sede Apostólica, esas que aceptan clérigos sólo si son vírgenes o castos o (en caso hayan tenido) una esposa, han renunciado a la vida matrimonial?".

Por lo tanto, la disciplina del celibato en sentido estricto, que prohibía el matrimonio después de la ordenación, y la disciplina del celibato-continencia, que imponía a los clérigos casados después de su ordenación la continencia perfecta con la propia esposa están, como acabamos de ver, ampliamente testificados desde el siglo IV por los mejores representantes de la época patrística. De otro lado, numerosos documentos confirman el origen apostólico de ambas disciplinas. Algunos en términos explícitos, como las decretales de Siricio o los concilios africanos; otros, como Epifanio, el Ambrosiaster, Ambrosio o Jerónimo, en modo indirecto, pero no menos seguro. Ahora bien, si no poseemos algún otro texto relativo a esta obligación del celibato para los primeros tres siglos, tampoco tenemos aquellos que nieguen su existencia. Por esto es legítimo y conforme a los principios de un buen método histórico tener en cuenta la reivindicación de un origen de la ley que se remonta a los Apóstoles, tal como ella se revela en el siglo IV. Los textos que hemos leído proporcionan una clave de investigación seria y pueden proyectar una luz decisiva sobre la débil claridad de los siglos precedentes.

Muchas personas se maravillan aún hoy del hecho de que se pueda proponer la hipótesis de un origen apostólico del celibato sacerdotal. Se piensa que tal disciplina ha sido introducida más tarde en la Iglesia latina y que únicamente las tradiciones de las Iglesias orientales se remontan al tiempo de los Apóstoles. Sin embargo, en el curso de los siglos, más de un historiador y de un teólogo católicos han admitido que esta disciplina tradicional se remonta a los Apóstoles, y han sostenido en sus escritos aquello que reputaban una certeza histórica. Citemos sólo los nombres de Bellarmino, César Baronio, Estanislao Osio, en el siglo XVI, de Louis Thomassin y de Jean Stiltinck, en el siglo XVII; de F.A. Zaccaria, en el siglo XVIII; y de Agustín de Roskovany y de Gustavo Bickell, en el siglo XIX, entre los más notables. El cardenal John Henry Newman también reconocía que "la doctrina y la regla del celibato" eran apostólicas.

Todos estos trabajos cayeron práticamente en el olvido a consecuencia de una controversia que, a fines del siglo XIX, tuvo lugar entre dos eruditos alemanes y cuya conclusión ejerció una profunda influencia sobre la opinión de la época.

Gustavo Bickell, profesor en Innsbruck, y experto en literatura siria y hebraica, publicó en 1878 un primer artículo titulado "El celibato, una decisión apostólica", en el cual se ingeniaba en demostrar dos tesis contemporáneas: en Occidente, la obligación a la continencia, incluso aquella para los sacerdotes y los diáconos, no se remonta a Siricio sino a los Apóstoles; en Oriente, la misma obligación existía también desde los tiempos apostólicos, pero en estas regiones, a partir del siglo IV se descuida poco a poco.

Al año siguiente le replicó F.X. Funk, profesor de historia y de teología en Tubinga. Declarando arrancar de las conclusiones a las cuales habían llegado los "más eminentes teólogos alemanes de la época moderna, el eminente patrólogo refutaba la idea de un origen apostólico: si de hecho el celibato ha sido observado por un inmenso número de clérigos desde los primeros siglos de la Iglesia, fue siempre en virtud de una elección libre y personal. Ha sido necesario esperar el siglo IV para ver aparecer en Occidente una legislación capaz de transformar la costumbre en derecho. En Oriente, en cambio, se ha permanecido firmemente fieles a los orígenes.

Bickell respondió a estas objeciones, pero la controversia concluyó después de un nuevo "no, el celibato no es una decisión apostólica" de Funk, que pareció haber tenido así la última palabra, aunque no fue acogida unánimemente en los ámbitos científicos alemanes . Sus conclusiones terminaron poco a poco por imponerse, gracias a dos historiadores franceses que las divulgaron entre el gran público . Sin aportar razones nuevas o sin ahondarlas más, difundieron la opinión según la cual las ideas de Funk eran resolutivas, un punto de vista compartido todavía en nuestros días por algunos autores.

Quien tiene el tiempo de releer los artículos de Bickell y de Funk, tendrá empero la impresión de que la cuestión no se puede considerar como concluida, sin que sea sin embargo necesario dar íntegramente la razón a Bickell. Funk demuestra en efecto, en numerosas ocasiones, una sorprendente carencia de espíritu crítico, especialmente a propósito de la supuesta intervención de Pafnuzio en el Concilio de Nicea y una confusión entre derecho y ley escrita.

Más allá de la controversia Bickell-Funk, parece hoy siempre más augurable reanudar de alguna manera los contactos con los teólogos y los historiadores católicos que en el curso de los siglos han sostenido el origen apostólico del celibato-continencia, y colocarse en la misma perspectiva de ellos. En su Encíclica sobre el celibato, Pablo VI deseaba promover los estudios mediante los cuales la virginidad y el celibato pudieran ver confirmados su verdadero sentido espiritual y su valor moral. Entre todas las disciplinas idóneas para aportar su contribución a esta renovación, la historia tiene también su espacio, y la cuestión de la apostolicidad del celibato-continencia de los clérigos puede legítimamente convertirse otra vez en un asunto de actualidad.

San Agustín es contemporáneo de los Papas, de los obispos y de los escritores patrísticos que, en los siglos IV y V, han defendido el origen apostólico de la disciplina tradicional relativa al celibato-continencia de los miembros superiores del clericato. El mismo ha participado en Sínodos de la Iglesia en África que han confirmado las resoluciones precedentes, y especialmente en el gran Concilio general del año 419, presidido por el legado pontificio, que promulgó nuevamente la ley votada en Cartago en el año 390 sobre la continencia perfecta de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos. Es de él que podemos obtener un principio de teología histórica convertido en clásico después que lo formuló claramente en el curso de su controversia con los donatistas: "Aquello que es observado por toda la Iglesia y que siempre se ha mantenido sin haber sido fijado por los concilios, se tiene rectamente por un hecho que pudo haber sido transmitido sólo por la autoridad apostólica".

La aplicación de este principio en su justa perspectiva puede ser resumida del modo siguiente:

a) La tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿ha sido observada por toda la Iglesia? Con la máxima certeza histórica podemos responder afirmativamente, porque vemos hombres que gozan de una gran autoridad moral e intelectual hacerse garantes para toda la Iglesia de su tiempo: no sólo un Jerónimo sino muchos otros con él: Eusebio de Cesarea, Cirilo de Jerusalén, Efrén, Epifanio, Ambrosio, el Ambrosiaster, los obispos africanos. Por el contrario, ninguna voz competente pronuncia un desmentido seguro. Aún más notorio es el testimonio prioritario de la Sede Apostólica que, mediante las tres decretales que conocemos, tiene un peso definitivo. Están también las Iglesias de Oriente y de Egipto, de las que habla Jerónimo, y las Iglesias de África, de España y de Galia que testimonian todas en el mismo sentido. Aún en este caso, ningún Concilio en comunión con Roma atestigua tradiciones distintas.

b) Observada por toda la Iglesia de los primeros siglos, la tradición del celibato-continencia de los clérigos ¿se ha mantenido siempre? Observamos en primer lugar que entre los orígenes de la Iglesia y el período donde vemos la disciplina mantenida por toda la Iglesia", ninguna decisión emanada por una instancia jerárquica competente logra probar la existencia de una práctica contraria. En efecto, los documentos auténticos del Concilio ecuménico de Nicea, contrariamente a aquello que la leyenda de Pafnuzio ha hecho creer con frecuencia, no implican decisión alguna que admita suponer que la ley del celibato-continencia no existía antes de 325. Por otra parte, ninguna Iglesia apostólica, ni en Oriente ni en Occidente, durante los primeros siglos de la Iglesia, propone una tradición distinta para impugnar las decretales de Siricio (mientras la cuestión de la fecha de la Pascua, por ejemplo, dio lugar a una famosa controversia). Finalmente, es oportuno verificar si la disciplina del celibato-continencia no es refutada por los textos de la Escritura, en cuyo caso sería inútil pretender que ella haya sido siempre observada. Ahora bien, no sólo los textos de la Escritura que exhortan a la continencia "por el reino de los cielos" muestran una conexión real entre el celibato y el sacerdocio ministerial, sino también la consigna paulina del unius uxoris vir -interpretada de manera clara por el magisterio de la Iglesia en la persona de Siricio y de sus sucesores como una norma apostólica destinada a asegurar la continencia futura de los obispos y de los diáconos (propter continentiam futuram)- señala la presencia de tal disciplina desde los orígenes de la Iglesia.

El conjunto de las condiciones necesarias se presentan consecuentemente reunidas, permitiéndonos afirmar con razón que la disciplina del celibato-continencia para los miembros del clero superior era, en los primeros siglos, "observada por toda la Iglesia" y "fue mantenida siempre".

El principio agustiniano que autoriza reconocer una tradición como realmente de origen apostólico encuentra aquí su aplicación.


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