«En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento».
Así describía Benedicto XVI, en la carta enviada el 10 de marzo del 2009 a todos los obispos del mundo, la situación actual de la fe. Poco menos de un año antes, hablando a los participantes en el curso anual organizado por la Penitenciaría apostólica, había recurrido a expresiones afines, describiendo el «apagarse» de la práctica de la confesión, síntoma del difundido «desapego» que hay también en la Iglesia por este sacramento.
El hecho de recurrir a la misma imagen - la de «apagarse», del decaer - es de por sí elocuente. Se apaga el sacramento de la confesión cuando se apaga la fe. La causa del apagarse de la fe puede ser la libertad del hombre, cuando, como en le caso del joven rico, se dice no al atractivo amoroso de la gracia. Pero, en todo caso, frente al apagarse de la fe en amplias zonas de la tierra, lo que se requiere ante todo es la oración, visto que «cuando se trata de la fe el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho:ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae». Decía el papa Juan Pablo I.
Constatado que la causa principal del apagarse del sacramento de la confesión es el apagarse de la fe, podemos añadir que uno de los motivos que ha contribuido al debilitamiento de la práctica de este sacramento ha sido centrar la vida de las comunidades cristianas más en acontecimientos que en la cotidianidad. Y la cotidianidad está hecha de oración («la pequeña oración de la mañana» y «la pequeña oración de la noche», como recordaba recientemente el papa Benedicto a los niños) y de perdón por nuestras faltas.«Quotidie petitores, quotidie debitores» (san Agustín). Debemos rezar todos los días, hemos de ser perdonados todos los días.
También el hecho de dejar de recordar la trágica posibilidad de cometer el pecado de sacrilegio cuando se recibe indignamente la comunión (cf. 1Co 11, 27-32) puede ser una ocasión más del apagarse de la práctica de la confesión. Constatamos con dolor que en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica ya no se habla del pecado de sacrilegio que se comete sea cuando culpablemente se omite algún pecado mortal en la confesión, sea cuando se recibe indignamente, es decir, en pecado mortal, la comunión.
Cuando la acusación de los pecados es «humilde, entera, sincera,prudente y breve», como aprendimos de niños en el Catecismo de san Pío X, en el sacramento de la confesión, junto con el perdón, se recibe y se aprende también la gracia de la humildad. De este modo la confesión se vive como el sacramento de la humildad de los fieles que hace posible recibir dignamente el sacramento de la humildad del Señor, según la estupenda definición que el Papa ha dado de la eucaristía como «santísimo y humildísimo sacramento».
Pero también el sacramento de la confesión o penitencia, o reconciliación, como se le quiera llamar, es el sacramento de la humildad del sacerdote: En primer lugar, humildad porque es una actividad que luce poco, no hace brillar al cura como puede ocurrir con una liturgia brillante o un sermón "de campanillas", donde el sacerdote se puede lucir, por no hablar de los grupos, las dinámicas y otras actividades donde todas las miradas pueden estar puestas en él. En el confesionario no hay muchas miradas puestas en el ministro, sólo las del penitente, que no piensa tanto en el sacerdote cuanto en el perdón de Dios. Por lo tanto, además, humildad porque en este sacramento, quizás más que en los otros, se ve que él es un simple instrumento en las manos de Dios y no tiene gran espacio para originalidades o personalismos. Y por último, humildad porque el estar sentado en el confesionario sin que nadie te vea, esperando a que lleguen los penitentes - que a veces llegan y a veces no - requiere una gran ascética, que incluye sin duda la humildad del que no busca los resultados sino hacer la voluntad de Dios.
El ejemplo de humildad del sacerdote llama a la humildad de los fieles y les anima a acercarse a la confesión. Y, cuando por el contrario es el mismo sacerdote el que no parece darle importancia a la confesión y deja el confesionario cerrado como cosa habitual, haciendo que quien se quiera confesar tenga que buscar al cura por los despachos, a veces tarea ardua y que siempre compromete el anonimato del penitente, pues cuando por fin ha encontrado al cura ya media parroquia se ha enterado que "hay alguien que se quiere confesar", entonces se convierte la confesión en algo raro y poco a poco se apaga...
«La vida de Juan María Vianney transcurrió en el confesonario», decía el abate Alfred Monnin, que estuvo con el Cura de Ars durante más de cinco años y que luego sería su biógrafo. Hoy parece que los sacerdotes tenemos demasiadas ocupaciones para dedicar a esta actividad el tiempo abundante que requiere. Ojalá nuestro santo Patrono nos ayude a poner de nuestra parte todo lo posible para que este sacramento siga vivo en la vida de los fieles.
FUENTE: hermano-jose.blogspot.com
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