Concilio Vaticano II
Entrega 1
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Lumen Gentium 42
LOS CONSEJOS EVANGELICOS
«Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en El» (1 Jn., 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cfr. Rm., 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oir de buena gana la palabra de Dios y cumplir con obras su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (Col.,3, 14; Rm., 13, 10), regula todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin (132). De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.
Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn., 3, 16; Jn., 15, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos algunos cristianos fueron llamados y lo serán siempre, a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma con El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, todos sin embargo deben estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos (133), entre los que descuella el precioso don de la gracia divina, que el Padre da a algunos (cf. Mt., 19, 11; 1 Cor., 7, 7), para que más fácilmente sin dividir el corazón (cf. 1 Cor., 7, 32-34) se entreguen a Dios solo en la virginidad o en el celibato (134). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida por la Iglesia en grandísimo honor como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que «tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús», que «se anonadó a sí mismo tomando naturaleza de esclavo... hecho obediente hasta la muerte» (Flp., 2, 7-8), y que por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Cor., 8, 9). Y puesto que es necesario que los discípulos den siempre testimonio de la imitación de esta humildad y caridad de Cristo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador y lo ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad. Ellos en efecto, se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente (135).
Están, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus afectos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas en oposición al espíritu de pobreza, encuentren un obstáculo que les aparte de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: «Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan» (cf. 1 Cor., 7, 31, gr.) (136).
Lumen Gentium 46
PURIFICACION DEL ALMA
Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor cada día a fieles e infieles, a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una vida más virtuosa, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió (145).
Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente son de mucho valor, sin embargo, no es un impedimento para el verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, lo favorece grandemente. Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del hombre cristiano a la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre, la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena. Porque, aunque en algunos casos no asisten directamente a los prójimos, los tienen, sin embargo, presentes, de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a El, «no sea que trabajen en vano los que la edifican» (146).
Por eso este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones, honran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados servicios.
Perfectae Caritatis 1
Castidad religiosa
El sagrado Concilio puso de manifiesto en la Constitución «De Ecclesia» que el seguir la caridad perfecta por los consejos evangélicos procede de la doctrina y de los ejemplos del Divino Maestro, y que aparece como señal gloriosa del reino de los cielos. Ahora se propone tratar de la vida y disciplina de los institutos, cuyos miembros profesan la castidad, la pobreza y la obediencia, y a proveer a sus necesidades, como aconsejan los tiempos en que vivimos.
Desde los principios de la Iglesia hubo hombres y mujeres que se propusieron seguir a Cristo con mayor libertad por la práctica de los consejos evangélicos, e imitarle más de cerca, y cada uno a su manera llevaron una vida consagrada a Dios, muchos de los cuales, por inspiración del Espíritu Santo, o vivieron en la soledad, o fundaron familias religiosas, que la Iglesia recibió y aprobó gustosa con su autoridad. De aquí, por disposición divina, surgió una admirable variedad de grupos religiosos, que contribuyó mucho a que la Iglesia no sólo esté dispuesta para toda obra buena (cf. 2 Tm., 3, 17) y preparada para la obra del ministerio para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ef., 4, 12), sino que también aparezca adornada con la variedad de los dones de sus hijos, como una esposa ataviada para su esposo (cf. Ap., 21, 2), y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios (cf. Ef., 3, 10).
En tan grande variedad de dones, todos cuantos son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y la profesan fielmente, se entregan de una manera peculiar al Señor, siguiendo a Cristo, que, virgen y pobre (cf. Mt., 8, 20; Lc., 9, 58), redimió y santificó a los hombres por la obediencia hasta la muerte de Cruz (cf. Fil., 2, 8). Impulsados así por la caridad, que el Espíritu Santo difunde en sus corazones (cf. Rm., 5, 5), viven cada vez más para Cristo y para su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col., 1, 24). Por consiguiente, cuanto más fervientemente se unen a Cristo por su entrega personal durante toda la vida, tanto más se enriquece la vida de la Iglesia y más vigorosamente se fecunda su apostolado.
Mas para que este valor primordial de la vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos y su necesaria función redunde en mayor bien de la Iglesia en las presentes circunstancias, este sagrado Concilio establece lo siguiente, que no se refiere más que a los principios generales de una renovación adecuada de la vida y disciplina de las religiones, y -conservando su propia naturaleza-, de las sociedades de vida común sin votos y de los institutos seculares. Las normas particulares, para la oportuna exposición y aplicación de los mismos, las establecerá después del Concilio la autoridad competente.
Perfectae Caritatis 12
La castidad
La castidad que los religiosos profesan «por el reino de los cielos» (Mt., 19, 12) ha de considerarse como un don exquisito de la gracia. Pues libera el corazón del hombre de una forma especial (cf. 1 Cor., 7, 32-35), para que más se inflame con la caridad para con Dios y para con todos los hombres, y, por tanto, es una señal característica de los bienes celestiales y un medio aptísimo con que los religiosos se dediquen decididamente al servicio divino y a las obras del apostolado. De esta forma ellos recuerdan a todos los cristianos aquel maravilloso matrimonio establecido por Dios, y que ha de revelarse totalmente en la vida futura, por el que la Iglesia tiene a Cristo por esposo único.
Es necesario, pues, que los religiosos, procurando conservar fielmente su vocación, crean en las palabras del Señor, y, confiados en el auxilio de Dios, no presuman de sus propias fuerzas, y practiquen la mortificación y la guarda de los sentidos. No omitan tampoco los medios naturales, útiles para la salud del alma y del cuerpo. Con ello conseguirán no dejarse llevar por las falsas doctrinas que presentan la continencia perfecta como imposible o nociva a la plenitud humana, y rechazar como por instinto espiritual cuanto pone en peligro la castidad. Recuerden además, sobre todo los superiores, que la castidad se guarda con más seguridad cuando entre los miembros reina la verdadera caridad fraterna en la vida común.
Como la observancia de la continencia perfecta está íntimamente relacionada con las inclinaciones más hondas de la naturaleza humana, los candidatos no pretendan ni se admitirán a la profesión de la castidad sino después de una prueba verdaderamente suficiente y con la debida madurez psicológica y afectiva. No sólo hay que avisarles sobre los peligros que acechan a la castidad, sino que han de instruirlos de forma que acepten el celibato consagrado a Dios, incluso como un bien para la integridad de la persona.
Optatam Totius 10
Castidad sacerdotal
Los alumnos que, según las leyes santas y firmes de su propio rito, siguen la venerable tradición del celibato sacerdotal, han de ser educados cuidadosamente para este estado, en que, renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt., 19, 12), se unen al Señor con amor indiviso (653), íntimamente de acuerdo con el Nuevo Testamento, dan testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc., 20, 36) (654), y consiguen de este modo una ayuda aptísima para ejercitar constantemente la perfecta caridad, con la que puedan hacerse todo a todos en el ministerio sacerdotal (655). Sientan profundamente con cuánta gratitud han de abrazar ese estado, no sólo como precepto de ley eclesiástica, sino como un don precioso de Dios que han de alcanzar humildemente, al que han de esforzarse en corresponder libre y generosamente con el estímulo y la ayuda de la gracia del Espíritu Santo.
Los alumnos han de conocer debidamente las obligaciones y la dignidad del matrimonio cristiano que simboliza el amor entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef., 5, 32, ss.); convénzanse, sin embargo, de la mayor excelencia de la virginidad consagrada a Cristo (656), de forma que se entreguen generosamente al Señor, después de una elección seriamente premeditada y con entrega total de cuerpo y de alma.
Hay que avisarles de los peligros que acechan su castidad, sobre todo en la sociedad de estos tiempos (657); ayudados con oportunos auxilios divinos y humanos, aprendan a integrar la renuncia del matrimonio de tal forma que su vida y su trabajo, no sólo no reciba menoscabo del celibato, sino más bien ellos consigan un dominio más profundo del alma y del cuerpo y una madurez más completa, y perciban mejor la felicidad del Evangelio.
Presbyterorum ordinis 16
Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia
La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor (841), aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo (842). No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva (843) y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado (844).
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen «no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios» (Jn., 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos (845), se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso (846), se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta (847), y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único (848). Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres (849).
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor (850), y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
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