FRASES PARA SACERDOTES

"Cuando rezamos el Santo Rosario y nos unimos a María, estamos viviendo lo que es la familia porque cuando los hijos se reúnen con La Madre y juntos le oran a Dios, es la familia orando unida". DE: Marino Restrepo.
Papa Francisco a los sacerdotes que llevan "doble vida"

"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LVI: El Espíritu Santo.

Mensajes de Nuestro Señor 
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.

("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)


LVI


EL ESPÍRITU SANTO


Y es un hecho que hasta allá puede llegar un sacerdote transformado en Mí, hasta ese grado de elevación, hasta fundirse en la Trinidad, pasando por Mí, Jesucristo, Dios y hombre; porque nadie sube al Padre ni lo conoce, si Yo no se lo doy a conocer.
Al transformarse el sacerdote en Mí, no solamente se transforma en el Jesús hombre; sino que –como Yo soy Dios hombre y el hombre en Mí no puede separarse de lo divino-, se transforma también en el Jesús divino; porque aunque en Mí hay dos naturalezas, sólo hay una persona divina que envuelve a esas dos naturalezas, que las penetra, que hace de Mí un Ser divino y humano.
Y las obras que como hombre hice en la tierra, si tuviera virtud, fue por lo divino que hay en Mí; porque Yo no podía obrar solo como cualquier hombre, sino como Dios hombre, sino como hombre Dios, que al tomar la naturaleza humana, sin dejar la divina, quise endiosarla, atraerla, purificarla y, por lo divino que hay en Mí, salvar al mundo.
El sacerdote por sus virtudes, por su fraternidad divina Conmigo, debe transformarse en Mí, imitándome como hombre (lo que con mi cooperación alcanzará); y entonces no solo alcanzará a convertirse en Mí, hombre, sino en Mí, Dios hombre, participando más que nadie de lo divino que hay en Mí; y por esto, sólo por esto, agradará a mi Padre, glorificará a mi Padre, por lo divino que ha recibido de Mí (recibiéndolo Yo antes de mi Padre).
Y sólo así será perfecto y digno sacerdote acreedor a la herencia del Padre y a sus ternuras, por ser uno con su Hijo y por la Divinidad comunicada –en el sentido que he explicado- uno con Dios trino y uno, perdido, por una especie de mística transubstanciación en Mí, en el océano infinito de la Divinidad.
Si el sacerdote alcanza fruto en las almas no es por él, por sus dotes naturales, sino por lo divino y sobrenatural que hay en él de Mí; tanto más moverá y tantas más almas salvar y perfeccionará, cuánto más perfecta y elevada sea su transformación en Mí, Dios hombre.
De hombre no debe tener el sacerdote más que la figura; un cuerpo perfecto y santo, como Yo; figura perfecta que salió de las manos de Dios al crearlo; pero en él debe desaparecer lo natural, la parte animal, sustituyéndola -¿quién lo creyera?- el Espíritu Santo. Este debe ser su espíritu como fue el mío, este su movimiento interior y divino, éste su ser de sacerdote santo en el Espíritu Santo. Porque solo por el Espíritu Santo recibe el hombre lo divino; Él es el canal de mi Padre para derramar la vida de la gracia, esa vida inmortal (aparte de la natural), la que salva, la que vale, la vida verdadera, la que santifica, ¡la divina!
Solo el Espíritu Santo hace santos a los sacerdotes; solo ese divino Espíritu los eleva de lo terreno a lo divino, solo Él es capaz, con su Soplo, de impulsar a las almas sacerdotales a lo heroico, a lo sublime de su vocación. Él es el eterno lazo, deleitable y candidísimo, que une eternamente a la Trinidad, y el lazo también, la cadena dulce y amorosa que debe unir suavemente, como todo lo de Él, a los sacerdotes en Mí, para llenar ese infinito deseo de mi Padre, la unidad en la Trinidad, por el Espíritu Santo y por Mí.
No hay otro elemento mayor para alcanzar la unidad en los Obispos y sacerdotes entre sí, como el que forma parte de la unidad divina, el Espíritu Santo. Él es la Unidad misma que forma el amor, y el que produce la caridad, y que fusiona las almas en Dios. Él es quien por el amor comunicable, hace arder, y el que consume en el volcán de la infinita caridad todos los desperfectos y miserias humanas del sacerdote. Él es el gran fuego devorador que purifica en el crisol del amor todas las imperfecciones. Él es luz sobrenatural y esplendente que alumbra el interior de los corazones, luz de justicia y de caridad que hace cambiar el rumbo desordenado de prejuicios y nocivas interpretaciones. Él es pureza que ahuyenta con su contacto toda malicia, y la paz por excelencia que tranquiliza las conciencias turbadas por las pasiones.
¡Oh! ¡Cuánto ansío el reinado perfecto del Espíritu Santo en el Corazón de los míos!, ¡ese reinado interior en el alma de mis sacerdotes en donde tenga Él su asiento y su nido! Y si son otros Yo, deben mis sacerdotes tener el mismo Espíritu que Yo, el Espíritu Santo.
Mis sacerdotes más que nadie (y con razón, si los poseyó en la tierra el Espíritu de Luz) conocerán mis perfecciones infinitas; más que nadie se abismarán en las internas regiones de la Trinidad; más que nadie conocerán al Verbo y con el Padre en sus arcanos infinitos; más que a nadie le descorrerán los velos de los misterios; serán acreedores a más y más conocimientos y luces y ensanchamientos divinos; se sumergirán más que nadie en el profundo océano de mis atributos, en goces sempiternos más finos y delicados.
Pero el fondo sin fondo de los abismos y hermosuras inenarrables de Dios solo lo conoce Dios, solo puede soportarlo Dios con la infinita potencia de su Poder, sólo Él sostiene lo íntimo e infinito de Él; y esas bellezas indescriptibles y esos arcanos insondables para una potencia que no sea infinita, y toda la dulzura de los deleites de la Trinidad, que no existen palabras en el mundo que las describan, eso solo Dios lo puede resistir, solo su Potencia divina tolerar.
Mil soles serían oscuridad ante su luz, mil cielos serán sombra en comparación de esas inefables suavidades y deleites de la Divinidad en Sí misma, en el fondo sin fondo de la inmensidad de su Ser, Sólo Dios resiste a Dios. Y tan grande es el Padre como el Hijo y como el Espíritu Santo; y tan infinito y tan divino y tan Dios es el uno como el otro. Sólo sus irradiaciones forman la bienaventuranza eterna; solo una gota de su dulzura derretiría miles de mundos y corazones; solo un rayito de su fuego incendiaría la creación eterna.
Dios, con todo su poder infinito, sólo Él puede contener los torrentes de Dios que quieren y tienden a desbordarse; y los detiene, porque arrollarían mundos y corazones y cuánto existe. Regula en su Sabiduría infinita lo que ha de dar y lo que el cielo junto y cada alma pueden soportar.
Por eso ni los sacerdotes creados ni ningún ángel ni alma ni cosa creada podría penetrar sin liquidarse en el Santuario íntimo de la Trinidad, en las regiones internas; y solo las tres divinas Personas increadas pueden resistir las hermosuras, las suavidades y dulzuras y emanaciones purísimas y santísimas de la Trinidad en Sí misma.
Porque, todos estos abismos, estos Soles de luz, estos torrentes y mares sin fondo de amor, de gracia, de substancia de Dios, de Dios mismo –que refleja en Sí todos sus atributos y bellezas y hermosuras y encantos…- todo esto no sale de Dios; se multiplica dentro de Sí mismo, en su unidad, en un solo punto de unidad, en un solo punto de esa unidad inmensa, infinita, eterna, que produce y reproduce sus primores, sus divinas bellezas, sin salir de la unidad.
Figurémonos una hermosa fuente con juegos de agua encantadores, que después de deleitar, vuelven a formar la misma agua de la fuente sin salir de ella. Así es Dios; ese flujo y reflujo de perfecciones van de una Persona divina a la otra sin salir de una sola sustancia, y las embelesan, y las recrean, y las hacen felices, volviendo aquella multiplicidad de hermosuras ahí de donde salieron.
¡Qué grande es Dios…!
Pero no porque es tan grande Dios, quiero que las almas se retraigan. Porque ¿no soy también hombre?, ¿no expliqué ya que siento como hombre, que cargué las miserias del hombre, que me hice Niño por el hombre y que morí por el hombre; que oculto mi Divinidad para que me toque el hombre y me mire en algo material, como en la Eucaristía; que me gozo en morar con el hombre hasta el fin de los siglos?
Que no me tengan vergüenza, sino amor; de eso tengo sed, de amor humano.
Sin duda que me basta el amor divino; y no solo me basta, sino que soy el mismo Amor, con el Padre y con el Espíritu Santo. Pero me hice hombre por hacer feliz al hombre, por llevarlo a Dios, a la Divinidad; pero como hombre, quiero amor de hombre, caricias humanas, ternuras humanas…”

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