CARDENAL MAURO PIACENZA |
Ofrecemos el texto completo de la carta dirigida a los sacerdotes por el cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero y por el secretario del dicasterio, monseñor Celso Morga Iruzubieta, arzobispo titular de Alba Marítima.
Carta a los sacerdotes
Queridos Sacerdotes:
En la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el 15 de junio de 2012, celebraremos, como de costumbre, la “Jornada Mundial de Oración para la Santificación del Clero”.
La expresión de la Escritura «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3), aunque vaya dirigida a todos los cristianos, se refiere en modo particular a nosotros, los sacerdotes, que hemos aceptado no sólo la invitación a “santificarnos”, sino también a convertirnos en “ministros de santificación” para nuestros hermanos.
Esta “voluntad de Dios”, en nuestro caso, por decirlo así, se ha doblado y multiplicado al infinito, tanto que a ella podemos y debemos obedecer en cada acción ministerial que llevamos a cabo.
Este es nuestro estupendo destino: no podemos santificarnos sin trabajar para la santidad de nuestros hermanos, y no podemos trabajar para la santidad de nuestros hermanos sin que antes hayamos trabajado y trabajemos para nuestra santidad.
Al introducir a la Iglesia en el nuevo milenio, el Beato Juan Pablo II nos recordaba la normalidad de este “ideal de perfección”, que debe ofrecerse en seguida a todos: «Preguntar a un catecúmeno: “¿quieres recibir el bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle: “¿quieres ser santo?”»1.
Ciertamente, en el día de nuestra Ordenación sacerdotal, esta misma pregunta bautismal resonó de nuevo en nuestro corazón, pidiendo una vez más nuestra respuesta personal; pero se nos ha confiado para que supiésemos dirigirla también a nuestros fieles, custodiando su belleza y preciosidad.
La conciencia de nuestros incumplimientos personales no contradice esta persuasión, como tampoco lo hacen las culpas de algunos que, a veces, han humillado el sacerdocio a los ojos del mundo.
A distancia de diez años —considerando que las noticias difundidas se agravan— debemos dejar que resuenen de nuevo en nuestro corazón, con mayor fuerza y urgencia, las palabras que Juan Pablo II nos dirigió el Jueves Santo del año 2002: «Además, en cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica. Mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación penosa, todos nosotros —conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina— estamos llamados a abrazar el mysterium Crucis y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y renovado impulso de ese ideal de entrega total a Cristo que está en la base del ministerio sacerdotal»2.
Como ministros de la misericordia de Dios, sabemos, por tanto, que la búsqueda de la santidad siempre se puede retomar, a partir del arrepentimiento y el perdón. Pero a la vez sentimos la necesidad de pedirlo, cada sacerdote, en nombre de todos los sacerdotes y para todos los sacerdotes3.
Refuerza nuestra confianza la invitación que la propia Iglesia nos dirige a cruzar nuevamente el umbral de laPorta fidei, acompañando a todos nuestros fieles. Sabemos que este es el título de la Carta apostólica con la cual el Santo Padre Benedicto XVI convocó el Año de la Fe que comenzará el próximo 12 de octubre de 2012.
Una reflexión sobre las circunstancias de esta invitación nos puede ayudar.
Se sitúa en el 50° aniversario de la apertura del Concilio ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962) y en el 20° aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992). Además, para el mes de octubre de 2012, se ha convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre el tema de "La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana".
Se nos pedirá, pues, trabajar en profundidad sobre cada uno de estos “capítulos”:
sobre el Concilio Vaticano II, a fin de que sea de nuevo acogido como «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX»: “Una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza”, “una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”4; sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, para que realmente se acoja y se utilice «como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como una regla segura para la enseñanza de la fe»5; sobre la preparación del próximo Sínodo de los Obispos, para que sea realmente «una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe»6.
Por ahora —como introducción a todo el trabajo— podemos meditar brevemente sobre esta indicación del Pontífice, en la cual todo converge: «Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe»7.
Los hombres de cada generación”, “todos los pueblos de la tierra”, “nueva evangelización”: ante este horizonte tan universal, sobre todo nosotros, los sacerdotes, debemos preguntarnos cómo y dónde estas afirmaciones pueden unirse y consistir.
Podemos, pues, comenzar recordando que ya el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con un abrazo universal, reconociendo que “El hombre es «capaz» de Dios”8; pero lo hace eligiendo —como su primera cita— este texto del Concilio ecuménico Vaticano II: «La razón más alta (“eximia ratio”) de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor (“ex amore”), es conservado siempre por amor (“ex amore”); y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador. Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente» (“hanc intimam ac vitalem coniunctionem cum Deo”)9.
¿Cómo olvidar que, con el texto que acabamos de citar —precisamente en la riqueza de las formulaciones escogidas— los Padres conciliares querían dirigirse directamente a los ateos, afirmando la inmensa dignidad de la vocación, de la que se habían alejado como hombres? ¡Y lo hacían con las mismas palabras que sirven para describir la experiencia cristiana, en el culmen de su intensidad mística!
También la Carta apostólica Porta Fidei inicia afirmando que esta «introduce en la vida de comunión con Dios», lo que significa que nos permite adentrarnos directamente en el misterio central de la fe que debemos profesar: «Profesar la fe en la Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— equivale a creer en un solo Dios que es Amor» (ibídem, n. 1).
Todo esto debe resonar de modo especial en nuestro corazón y en nuestra inteligencia, para que seamos conscientes de cuál es hoy el drama más grave de nuestros tiempos.
Las naciones cristianizadas ya no sienten la tentación de ceder a un ateísmo genérico (como en el pasado), sino que corren el riesgo de ser víctimas de ese particular ateísmo que viene de haber olvidado la belleza y el calor de la Revelación Trinitaria.
Hoy son sobre todo los sacerdotes, en su adoración diaria y en su ministerio diario, quienes deben encauzarlo todo hacia la Comunión Trinitaria: sólo a partir de esta y adentrándose en esta, los fieles pueden descubrir verdaderamente el rostro del Hijo de Dios y su contemporaneidad, y pueden verdaderamente llegar al corazón de todo hombre y a la patria a la cual todos están llamados. Y sólo así los sacerdotes podemos ofrecer de nuevo a los hombres de hoy la dignidad del ser persona, el sentido de las relaciones humanas y de la vida social, y la finalidad de toda la creación.
Creer en un solo Dios que es Amor”: no será realmente posible ninguna nueva evangelización si los cristianos no somos capaces de sorprender y conmover nuevamente al mundo con el anuncio de la Naturaleza de Amor de Nuestro Dios, en las Tres Divinas Personas que la expresan y que nos hacen partícipes de su misma vida.
El mundo de hoy, con sus laceraciones cada vez más dolorosas y preocupantes, necesita al Dios-Trinidad, y anunciarlo es la tarea de la Iglesia.
La Iglesia, para poder desempeñar esta tarea, debe permanecer indisolublemente abrazada a Cristo y no dejar nunca que se le separe de Él: necesita santos que vivan “en el corazón de Jesús” y sean testigos felices del Amor Trinitario de Dios. ¡Y los Sacerdotes, para servir a la Iglesia y al mundo, necesitan ser santos!
Vaticano, 26 de marzo de 2012
Solemnidad de la Anunciación de la Santísima Virgen
Lecturas y textos para profundizar o para celebraciones
Lecturas bíblicas
Del Evangelio de Juan: 15, 14-17
Del Evangelio de Lucas: 22, 14 – 27
Del Evangelio de Juan: 20, 19 – 23
De la Carta a los Hebreos: 5, 1 - 10
Lecturas patrísticas
S. JUAN CRISÓSTOMO, El sacerdocio, III, 4-5; 6.
ORÍGENES, Homilías sobre el Levítico, 7, 5.
Lecturas del magisterio
Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.
JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 2001.
Benedicto XVI, Homilía del Jueves Santo, 13 de abril de 2006.
Lecturas de los escritos de los santos
SAN GREGORIO MAGNO: Diálogos, 4, 59.
SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo de la divina Providencia, cap. 116; cf. Sl 104, 15.
SANTA TERESA DE LISIEUX, Ms A 56r; LT 108; LT 122; LT 101; Pr n. 8.
BEATO CHARLES DE FOUCAULD, Écrits Spirituels, pp. 69-70.
SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ (EDITH STEIN), WS, 23.
Oración por la santa iglesia y por los sacerdotes
Oh Jesús mío, te ruego por toda la Iglesia:
concédele el amor y la luz de tu Espíritu
y da poder a las palabras de los sacerdotes
para que los corazones endurecidos
se ablanden y vuelvan a ti, Señor.
Señor, danos sacerdotes santos;
Tú mismo consérvalos en la santidad.
Oh Divino y Sumo Sacerdote,
que el poder de tu misericordia
los acompañe en todas partes y los proteja
de las trampas y asechanzas del demonio,
que están siendo tendidas incesantemente para las almas de los sacerdotes.
Que el poder de tu misericordia,
oh Señor, destruya y haga fracasar
lo que pueda empañar la santidad de los sacerdotes,
ya que tú lo puedes todo.
Oh mi amadísimo Jesús,
te ruego por el triunfo de la Iglesia,
por la bendición para el Santo Padre y todo el clero,
por la gracia de la conversión de los pecadores empedernidos.
Te pido, Jesús, una bendición especial y luz
para los sacerdotes,
ante los cuales me confesaré durante toda mi vida.
(Santa Faustina Kowalska)
Examen de conciencia para los sacerdotes
1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)
¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?
2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)
¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?
3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)
¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establecidas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?
4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)
¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?
5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)
¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo de distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?
6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)
¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?
7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)
¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?
8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)
En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?
9. «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20)
¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?
10. «Has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)
¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?
11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)
¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?
12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)
Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?
13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)
¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?
14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)
¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?
15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)
El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequesis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?
16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13)
¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?
17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 28)
¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?
18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)
¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?
19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)
¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?
20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)
¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final e invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?
Notas
1 Carta Apostólica Novo millennio ineunte, n. 31.
2 JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo del año 2002.
3 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Material para Confesores y Directores espirituales, 9 de marzo de 2011, 14-18; 74-76; 110-116 (el sacerdote como penitente y discípulo espiritual).
4 Cf. Porta fidei, n. 5.
5 Cf. Ibídem, n. 11.
6 Cf. Ibídem, n. 4.
7 Cf. Ibídem, n. 7.
8 Sección Primera. Capítulo I.
9 Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica n. 27.
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